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miércoles, 1 de enero de 2014

1 de enero de 2014

El año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, un Ginkgo biloba, por ejemplo. Así, a simple vista, es una cosa seca, esmirriada, sosa, pero en su interior guarda toda su sabia, toda su energía, que irá mostrando tal vez poco a poco, a lo largo del año, tal vez de golpe, en algún momento en concreto.

Un año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, sabes que lo que traerá, lo que vendrá es más o menos similar al año anterior… o no. Porque puede sorprenderte, para bien o para mal: nuevas hojas, nuevas ramas, nuevas sorpresas, nuevos problemas. Cosas agradables o desagradables.

Un año nuevo es como un árbol de hoja caduca en pleno invierno, aparentemente muerto y vacío por fuera, absolutamente vivo por dentro, preparado para estallar en toda su vitalidad a partir de ahora, en cualquier momento.

En la foto, mis ginkgos (casi) sin hojas, hoy, primer día de 2014.

Feliz día. Feliz año.

viernes, 27 de diciembre de 2013

Huerto en invierno

El invierno es una época poco emocionante en cuanto a plantas. Todo va más despacio, más lento, cuando no ha muerto directamente. Además, con tanto viaje, he tenido el huerto un poco más abandonado de lo habitual. Aún así, hay algunas cosas que han estado sucediendo estos días en mi universo hortícola.

La planta de Navidad. Indispensable en estas fechas. Siempre se me muere, pero de momento sigue viva y (casi tan) vivaz como cuando la traje a casa.



Los guisantes. He decidido plantar guisantes. Compré los planteles hace varias semanas y, por fin, estos días los he trasplantado a sus macetas.



Los mini-cactus. Ya conté aquí cómo murió mi maravilloso cactus. Ahora he re-adoptado unos mini-cactus, hijos de aquél, que en su día regalé a mi hermana la gafapasta (aún le han quedado unos cuantos, ¿eh? No se los he quitado todos).


Los fresales No estoy convencida de que estén del todo saludables. Son hijos del gran fresal que tiré a final del verano (“¿Ahora que se empezaba recuperar lo has tirado?”, me preguntó mi padre) y uno de ellos sobrevivía en un botellín de agua sólo con agua, sin tierra. Ahora, por fin, he trasplantado al pequeño fresal y he metido ambos en un pequeño invernadero, por eso del frío.


Las buganvillas. Quería buganvillas. Desde hace el tiempo. La gente no hace más que repetirme que dan mucha porquería, que no valen la pena, pero quería intentarlo. Trasplanté tres ramas cortadas de la planta de una amiga, a ver si arraigan y crecen.


El ginkgo. Mi niño. Bueno, los ginkgos. Mis niños. Adoro a estos arbolitos. Sigo con fascinación su evolución. Esta época del año es fascinante: pasan en pocas semanas del verde más maravilloso al amarillo más intenso hasta que acaban perdiendo todas las hojas. Ya lo dije una vez: tener en casa un árbol (dos en este caso) de hoja caduca es como tener un gato en casa, me paso el día recogiendo las hojas que pierde. En nada, en unos días, incluso antes de final de año, mis ginkgos serán sólo unos palitos en una maceta con tierra. Hasta la próxima explosión primaveral. Hasta entonces, disfruto de su esplendor dorado.




jueves, 14 de noviembre de 2013

Estaciones

En mi huerto urbano, no está muy claro en qué estación estamos. Aunque sea ya mitad de noviembre, mi pequeño fresal está echando flores.



 De hecho, hace poco recogí varias fresas.


Y sigo recolectando pimientos.


Y los que me quedan por recolectar.


No sé sabe muy bien en qué estación estamos, en mi huerto urbano.

sábado, 19 de octubre de 2013

Cactus

Ayer tiré el cactus de mi foto de perfil, mi súper-cactus-nave-nodriza. Éste.



Era un cactus fabuloso, que adoraba. No recuerdo cuándo lo compré, pero hace mucho, mucho. Era un cactus de esos pequeñajos que se venden en todas partes. Hace años le hice una foto que presenté a un concurso de fotografía. Esta foto.


La llamé “Generaciones”. Entonces ya tenía varios años, era un cactus mediano y ya tenía pequeños cactus a su alrededor. La foto es de enero de 2007, hace seis años y medio. Así que calculo que el cactus tenía ahora unos 10 años.

Cuando me mudé de casa, el cactus fue casi lo primero que se vino conmigo. Miento: el cactus se mudó a mi casa antes incluso que yo, como demuestran estas fotos que me envió mi hermana estando yo en Creta, en verano de 2008. Por lo que veo, entonces ya había separado algunos de los pequeños cactus. Si mal no recuerdo, esa nueva maceta se la regalé, un tiempo después, a una amiga.



Las primeras fotos que tengo del cactus florido son de mayo de 2009, pero no sé si tuvo flores antes. No creo, porque un evento así seguro que lo hubiera fotografiado. Porque aquello fue todo un acontecimiento. ¡Una flor! ¡Tenía un cactus florido! Fue una grata e increíble sorpresa. Primero salió una, pero luego vinieron más, muchas más. En las fotos no lo veo claro, pero juraría que entonces el cactus ya estaba en el que ha sido en los últimos años su lugar en mi balcón: al fondo, en la esquina, junto al Aloe vera.




Con los años, el cactus creció más y más, y siguió echando flores, como se ve en estas fotos de 2010, 2011 y 2012.
 



Se hizo grande, muy grande. Así que hace un año, le volví a quitar algunos pequeños cactus, que sembré y repartí entre mi hermana y alguna amiga (como ya conté aquí y aquí).





Le he hecho muchas fotos al cactus y a sus flores. Sus flores. A veces una, a veces dos, a veces tres. Hasta seis simultáneas ha llegado a tener. La peculiaridad de sus flores era su futilidad: sus tallos tardaban días, tal vez un par de semanas en crecer, pero sus flores permanecían abiertas sólo unas horas. A veces, me iba por la mañana a trabajar estando el capullo cerrado y, al volver por la noche, ya se había mustiado. A menudo, florecían por la noche. Con nocturnidad y alevosía. De hecho, mis favoritas son dos series que hice dos noches noche, en mayo de 2012 y de 2013, jugando con la réflex y utilizando por trípode una silla de la cocina.




Revisando unas fotos de mayo, ahora me doy cuenta de que el cactus ya había perdido algo de su color, volviéndose más amarillento. Pero seguía floreciendo como siempre.



Fue en verano cuando empecé a notar que su superficie perdía su color habitual y se volvía marrón. Y uno de los cactus estaba seco y arrugado. No le di demasiada importancia, pero enseguida noté que el tono marrón se extendía por toda la planta. Incluso algunos capullos que le salieron no llegaron a desarrollarse.


En septiembre estuve todo el mes fuera y, en uno de los viajes, mi padre (que es el que pasa por casa a cuidar de mis plantas cuando no estoy) me dijo lo que ya hacía tiempo sabía “Tu cactus está enfermo. Creo que deberías tirarlo”.

De vuelta de Namibia, comprobé que ya estaba casi prácticamente marrón. Aunque conservaba la ligera esperanza de rescatar alguno de los cactus pequeños y trasplantarlo. Pero dejé pasar demasiado tiempo y ayer, cuando me puse a arrancar cactus me di cuenta de que ya no había nada de hacer: todo el cactus estaba seco y vacío en su interior, era pura fibra, una enorme masa de fibra y vació, terriblemente punzante.

Y decidí que había llegado el momento de tirarlo. Con un guante de jardín improvisado (formado por un guante de horno, un trapo y una bolsa de plástico) y un cuchillo, corté el cactus en trozos y lo metí en dos bolsas grandes. Dos bolsas grandes.

No sé de qué ha muerto. Tal vez era ya demasiado grande para su maceta, la tierra no era capaz de alimentarlo como tocaba y no le llegaba agua y alimento suficiente. Tal vez simplemente había ya cumplido su función, era demasiado viejo y le había llegado su hora. No sé, no sé nada de cactus. Sólo sé que su aspecto era tristemente penoso.





Ha sido un gran compañero. Y es difícil describir lo que sentía cada vez que me regalaba una flor: ilusión, alegría, vitalidad, vida. Ver un cactus florecer en tu balcón no sé si es algo habitual. Para mí era una sensación muy especial.

Admito que el ojito derecho de mis plantas es mi bosque de ginkgos, pero este cactus, sin duda, ocupaba un lugar privilegiado entre mis plantas favoritas de casa.

Lo bueno es que voy a conseguir uno de sus hijitos que mi hermana aún tiene. Le di unos cuantos así que recuperaré uno. Pasará mucho antes de que vuelva a tener un cactus florido en mi balcón. Pero si una vez lo tuve, sé que lo puedo volver a tener.

viernes, 23 de agosto de 2013

La supervivencia de las plantas

Una de las cosas que me preocupaba de irme una semana a orillas del Cantábrico a coger aire eran mis plantas. En mis frecuentes viajes laborales, mis padres (bueno, mi padre-MacGyver) se encargan de ellas, pero esta vez el viaje era familiar, me iba con ellos, así que había un pequeño problema que resolver. Como las tomateras ya estaban en las últimas, simplemente decidí acabar con ellas (recolectando antes los 3 tomatitos casi verdes que quedaban). Pero aún así, había muchas plantas que regar y no podía obligar a mi hermana la gafapasta (que vive a 40 Km) a pasar cada día.

Después de una pequeña búsqueda por internet, decidí probar con un sistema de riego automático casero. Así, coloqué un cubo de agua encima de unos estantes metálicos de Ikea (sobre los que normalmente reposan todas mis macetas, para evitar que el suelo del balcón se humedezca en exceso) y, alrededor del cubo, las plantas que necesitan riego diario (ni los cactus ni el aloe). Compré en la mercería del barrio, en la que me surto de lanas para tejer, de hilo grueso 100% algodón, lo humedecí e introduje un hilo en la tierra de cada maceta. Para evitar que los hilos se movieran, agujereé una botella de agua mineral por la parte inferior e introduje ahí los hilos. El montaje quedó talmente así:



También preparé un segundo set de riego automático casero en la galería, para regar los Ginkgo biloba, los baby-ginkgos (algún día hablaré de mi proyecto “Pon un ginkgo en tu vida”) y alguna otra planta que tengo en la galería. Como había acabado el hilo grueso, cogí uno que había comprado hace tiempo, también 100% algodón, y le di varias vueltas, para aumentar su grosor. El segundo montaje quedó así:




Y funcionó.

Sí, el sistema de riego automático casero funcionó.

Eso sí, es mejorable, pero funcionó.

Mi hermana-gafapasta pasó a controlar el tema a mitad de semana y rellenó el agua del montaje número 1. También detectó un exceso de agua en el montaje número 2. El montaje número 1 fue un verdadero éxito: eso sí, hay que regular bien la cantidad de agua que las plantas necesitan. En mi caso, el cubo de agua no duraría más de 4 días, ayer por la tarde lo encontré casi vacío. Pero con todas las plantas vivas. El montaje número 2 tuvo dos problemas: por un lado, dejé sin base dos macetas con agujeros, por eso había agua por todo. El segundo problema es que los baby-ginkgos absorbieron demasiada agua y las macetas sin agujeros (es decir, los culos de botellas de agua vacías) estaban encharcadas. He trasplantado los baby-ginkgos a tierras más secas, pero no creo que sobrevivan.

En cualquier caso, estoy contenta de cómo ha funcionado todo. Mis plantas pueden sobrevivir sin mi continua presencia. Y hoy he cosechado algunos frutos: un pimiento y varias mini-zanahorias. Vale, las zanahorias son diminutas, lo admito, pero eso ha sido un error mío al intentar reutilizar tierra ya usada, sin abonarla antes. No volverá a pasar.


viernes, 2 de agosto de 2013

Crisis vegetal

Me encantan las plantas, lo sabéis. Me encanta verlas crecer, entretenerme con ellas, disfrutar de ese ratito de desconexión diario en el que me dedico a regarlas y quitar las hojas viejas. Me gusta hacerles fotos y compartirlas por aquí, fotos de sus flores y, sobre todo, de sus frutos. Las plantas molan, las plantas son nuestras amigas, las plantas son maravillosas.

¡Ja!

¡Ja! ¡Ja! Y ¡ja!

Yo, lo confieso, sufro crisis vegetales. Momentos en los que cogería todas las plantas y las tiraría a la basura. Momentos en los que me juro que, cuando coja el último tomate, limpiaré el balcón y le daré otros usos. Momentos en los que me pregunto por qué diablos pierdo tanto el tiempo con ellas, pudiendo hacer cosas más provechosas… como por ejemplo dormir.

Mis crisis vegetales son esporádicas, puntuales y escasas. Menos mal. A veces son fruto del cansancio pero la mayoría de las veces son porque las plantas se mueren a pesar de mis cuidados o porque encuentro bichitos paseándose por ellas.

Odio los malditos bichitos.

No debería odiarlos. Soy bióloga e incluso hice una asignatura chachi piruli sobre Agricultura Ecológica (y saqué una notaza, todo hay que decirlo). Pero odio los malditos bichitos.

En general, no me caen muy bien los invertebrados terrestres (los marinos me chiflan). Bueno, algunos me caen bien, pero no negaré que le tengo bastante tirria a ciertos bichitos. Y a los que molestan a mis plantas, pues aún más.

Hace casi un mes, tuve una importante crisis vegetal: algunas plantas parecían ser incapaces de sobrevivir a mis cuidados y otras estaban llenas de bichos. Me agobié mucho, mucho. Pensé en tirarlas (casi) todas y librarme de esos monstruitos y de esas preocupaciones. Había bichos negros en la albahaca, bichos blancos en el pimiento, bichos blancos y verdes en la berenjena (que no daba berenjenas) y un (asqueroso) gusano dormitando en el envés de una hoja de fresera. Las freseras no daban más que abortos de fresas momificadas o las hojas de algunas plantas se secaban directamente y hasta alguno de los cactus de mi súper-cactus-ave-nodriza se secó. Todo muy terrorífico.

Pero al final me resistí. “Que yo saqué una notaza en Agricultura Ecológica”, pensé para mí. Tenía que superarlo. Así que me armé de valor e hice una limpieza en profundidad: eliminé la hoja con el gusano, eliminé la berenjena (total, no daba berenjenas…), tiré hojas viejas, barrí, fregué y fumigué todas las plantas afectadas con una mezcla que me recomendó alguien: agua, vinagre y ajo.

Y la cosa mejoró. Poco a poco, pero mejoró.

Y ahora vuelvo a mirar sonriente mis pimientos madurando, tengo en la nevera multitud de tomates diminutos, se empiezan a asomar algunas zanahorias, la orquídea ha dado muchas flores y el ginkgo sigue feliz, inmune a cualquier tipo de plaga. Vale, este año fresas he cogido pocas y al final he acabado tirando también la albahaca a la basura, pero en general, no pierdo la esperanza. Hasta una nueva crisis vegetal, claro.









lunes, 15 de julio de 2013

De vuelta

Estoy de vuelta.

De vuelta al mundo real.

De vuelta de tres días haciendo de turista y desconectada del mundo.

De vuelta al monasterio.

Es la primera vez que vengo al monasterio y no hace frío. Al contrario: hace mucho calor. Es la primera vez que vengo fuera de los meses invernales, así que también es la primera vez que veo a los padres de mis ginkgos en todo su esplendor, con sus preciosas hojas. Así que esta tarde, en cuanto he tenido un ratito libre, me he escapado al jardín que hay en la parte trasera del monasterio, para ver a los padres de mis ginkgos.

Y he descubierto varias cosas.

La primera es que de todos los árboles sin hojas que veía en los meses de invierno, seis y sólo seis son ginkgos.

La segunda es que no sé cuál de ellos es el padre de mis ginkgos. O cuáles. Pero sí cuál es la madre (ya lo dicen, madre no hay más que una…): en un vistazo rápido de los árboles, me he dado cuenta de que sólo uno de ellos es hembra [*].

La tercera es que hay algunos pequeños ginkgos creciendo junto al camino, a los pies de los seis grandes (muy grandes) ginkgos. Y se me está ocurriendo una maldad…

La cuarta es que hay un banco maravillosamente situado justo debajo de los árboles. Y allí me he tumbado a contemplar la altura de los árboles y sus copas cargadas de hojas, con música en los oídos y disfrutando de unos momentos de soledad y relax.

La quinta es que aquí, en Barza d’Ispra, a mitad de julio aún hay gramíneas en flor, así que me esperan cuatro días más de estornudos y picores. Y también hay mosquitos.

En la foto, los padres de mis ginkgos. Haré más. Fotos digo. Y ginkgos tal vez.

[*] Escueta lección de Botánica: Los Ginkgo biloba son árboles dioicos: es decir, los sexos están separados en distintos ejemplares y, por tanto, hay árboles macho y árboles hembra. En otras especies, puede haber flores macho y hembra en el mismo ejemplar y en otras puede haber flores con órganos masculinos y femeninos.