martes, 14 de febrero de 2017

Dale otra oportunidad al amor

Dale una oportunidad al amor, o como quieras llamarlo.

Dale una oportunidad a las mariposas en el estómago, a las miradas sonrientes, a las bromas escurridizas.

Dale una oportunidad a la complicidad evidente, a la conexión que va a más, a las sonrisas cómplices.

Olvida mariposas heridas, miradas nocivas y bromas insultantes.

Olvida complicidades hirientes, conexiones rotas y sonrisas dañinas

Dale una oportunidad al desfile de violines, a las caricias sinceras, a la llamada de la piel.

Olvida el sonido de las armas, las falsas caricias, el miedo a sufrir.

Dale una oportunidad a caballos desbocados, a alegrías inmensas, a despertares compartidos.

Olvida la calma aburrida, la tristeza vacía, las mañanas en soledad.

Dale una oportunidad al amor, o como quieras llamarlo. Dale una oportunidad, dátela.

O tal vez no.

Tal vez es mejor ignorar esas miradas, evitar esas sonrisas, destrozar esos hilos invisibles que se están formando casi sin querer.

Tal vez es mejor encerrarte en tu mundo, bloquear tu espacio, amurallar un corazón que no para de menguar.

Tal vez es mejor la seguridad de la soledad, la tranquilidad de lo conocido, la ignorancia de la verdad.

Tal vez es mejor matar mariposas, destrozar violines y asesinar alegrías

Tal vez es mejor borrar sonrisas, calmar la magia y desviar la mirada.

Dale una oportunidad al amor, o como quieras llamarlo. Dale una oportunidad, cree en esa remota posibilidad, déjate llevar y soñar. Una vez más.

O tal vez no.

viernes, 10 de febrero de 2017

Mil planetas

Yo entonces le quería.

Ahora lo puedo decir, entonces no.

“No te creas que estoy enamorada de ti ni nada parecido”, le dije incluso.

Porque, claro, yo no quería que él supiera que le quería. Por si acaso el amor no era correspondido.

Y no lo era, claro.

Nevaba. Era extraño ver nieve en una ciudad como aquélla; la ciudad del amor, la llaman.

Nevaba y tal vez no exista en el mundo una ciudad más triste bajo la nieve. O así la recuerdo yo.

Y hubo algún momento, uno o dos, varios instantes en los que creí que, aunque dijera lo contrario, él también me quería.

El abrazo que me dio el día que nos reencontramos. Pocos abrazos así he recibido.

La caricia que recibí en el cuello, caminando junto al río, con el frío de la nieve ya calado hasta los huesos y sus dedos, ahí, inesperados, enfriando un diminuto hueco que quedaba libre en mi nuca, entre la bufanda y el abrigo.

Y ya, creo que no recuerdo ningún momento más.

Una vez escribí que siempre estuvo a mil océanos de mí. Según pasa el tiempo, creo que no eran mil océanos lo que nos separaban, eran mil planetas.

Y aún así, yo creo que aquello fue amor. En algún momento, en algún instante, tal vez solo en los segundos que duró aquella caricia, fue amor.

miércoles, 8 de febrero de 2017

"Un año en Roma" de Anthony Doerr

Este libro es maravilloso. No necesito decir nada más.

O al menos a mí así me lo ha parecido.

Lo descubrí porque vi un anuncio en algún sitio y supe que tenía que leerlo. Me chifla Roma y poder leer la experiencia de alguien que ha vivido un año en esa ciudad me parecía la forma más natural de rendir homenaje a una ciudad que me encanta. Aunque, no nos engañemos, leer un libro sobre un lugar que te gusta no te garantiza nada. Una vez leí un libro que tenía en su título la palabra “Venecia” y me gustó bastante poco. Pero quería intentarlo.

Lo vi poco antes de Navidad, cuando fui a comprar libros para regalar. Y me lo autorregalé. Tan pronto como acabé el que estaba leyendo entonces (“La isla de Alice” de Daniel Sánchez Arévalo), engullí este libro en un par de días, entre final de 2016 e inicios de 2017. Es un libro cortito y no podía dejar de leerlo, me encantaba.

“Un año en Roma” es la historia contada en primera persona del autor de “La luz que no puedes ver” (que tengo en casa desde hace tiempo para leer) del año que pasó en esa ciudad, tras ganar un premio, con su mujer y sus dos hijos gemelos de apenas seis meses.

Me ha gustado la manera en la que está escrito, sencilla, directa, con descripciones minuciosas de detalles que, en otras circunstancias, probablemente le pasarían desapercibidas. Me ha gustado cómo refleja el cambio de vida, el choque de culturas, el vértigo de llegar a un lugar extraño, la incertidumbre de enfrentarse a una paternidad reciente en un lugar desconocido.

Me ha gustado, por supuesto, porque habla de Roma, de sus lugares y rincones, muchos de ellos los conocía, algunos los he apuntado para intentar conocerlos en mi próxima visita a la ciudad (supongo que volveré, supongo). Me ha encantado cómo expresa todos los sentimientos por los que te hace pasar esa ciudad: la fascinación del descubrimiento, la tranquilidad de empezar a dominarla, la frustración de no ser capaz de abarcar todo lo que es capaz de darte, esa especie de desbordamiento que sientes ante una ciudad realmente inabarcable, cuando sientes eso de “basta, no puedo más de tanto”. Muchas, muchas de las reflexiones que se hace sobre la ciudad me las he planteado yo alguna vez.

Me ha puesto la piel de gallina en algún momento, como cuando visita la tumba de Keats en el cementerio acatólico romano: una foto de esa tumba, con su epitafio (“Aquí yace uno cuyo nombre se escribió en agua”) y sus narcisos amarillos, es el fondo de pantalla de mi móvil; el punto de libro que he usado es precisamente de Keats (con una frase suya “A thing of beauty is a joy for ever”) y lo compré en Roma, en el Museo dedicado a él, justo el mismo día en que descubrí que estaba enterrado en esa ciudad y cambié mis planes para ir a visitar el cementerio. Eso sí, esa frialdad que siente al final de su visita al lugar yo no la sentí: al contrario, me pareció un lugar cálido, tranquilo, sorprendentemente plácido en una ciudad tan bulliciosa.

Me ha fascinado saber que el año que pasó en Roma Anthony Doerr acabó sólo unas semanas, tal vez un mes, antes de mi primera visita a esa ciudad, hace más de 11 años. Me ha fascinado poder leerlo ahora, porque ahora tengo una visión de la ciudad muy diferente de aquella primera visita mía. Es ésta una visión más cercana a la de Doerr porque, aunque no haya vivido nunca allí y, de hecho, la suma de todo el tiempo que he estado en la ciudad no creo que supere los dos meses, he estado en todas las estaciones: primavera, verano, otoño e invierno. Y siento que conozco la ciudad bastante bien. Y también que aún me queda casi todo por conocer de ella.

Tengo un montón de marcas en el libro para apuntarlas en mi cuaderno de frases.

Creo que lo que menos me ha gustado del libro (por ponerle una pega absurda) es el título español: prefiero el título original “Four Seasons in Rome”. Me parece más poético. Y que me hubiera encantado haberlo escrito yo.

Y ya que Roma viene al caso, aprovecho para desempolvar unas fotos de la ciudad, de una nevada histórica (en mi ciudad, en esa ciudad) de la que se han cumplido cinco años estos días. Leyendo el libro, recordé esa nevada, porque nieve sobre la ciudad es lo que ansía el autor del libro mientras vive allí: ver nevar en Roma, para ir hasta el Panteón y ver cómo los copos de nieve se cuelan por el óculo de su bóveda. Eso no lo he visto, nevar dentro del Panteón (llover sí), pero sería fascinante vivirlo.














viernes, 3 de febrero de 2017

Saludo al sol

Hace un montón de tiempo, durante años sucesivos, fui a clases de yoga y de pilates. El criterio para ir a unas clases u otras era fundamentalmente el horario del centro cultural que entonces existía en mi barrio y que acabó desapareciendo. Luego me apunté a un casal de barrio, pero también acabé dejándolo porque me cambiaron el horario. Me gustaron tanto unas como otras y, además, tuve varias profesoras, cada una con su estilo que me gustaron más o menos. Hace más de un año que no hago ni yoga ni pilates, así que ahora que estoy en una nueva fase temporal de mi vida, de encierro casero voluntario, de no viajar, de no hacer (casi) nada más con mi vida que estudiar, he vuelto a hacer algo de yoga. Y con “algo de yoga” me refiero a hacer unos cuantos saludos al sol.

Me costó empezar, porque necesitaba encontrar el momento y el ambiente adecuado. Así que recordé una canción que nos ponía una de las profesoras que tuve, una canción que sabía tararear pero no tenía ni idea de dónde era ni dónde encontrarla. Sólo tenía una pista: recordaba que aparecía al final de un capítulo de “Doctor en Alaska”, como descubrí en una de las veces que revisé esta (maravillosa) serie. Creía que había apuntando qué capítulo era en algún lugar de mi ordenador y, lo busqué y… efectivamente, ahí estaba: un archivo llamado “Doctor en Alaska” en el que se leía textualmente “Música Yoga. Cap. 4.11”. De ahí a buscar el capítulo en el disco duro donde tengo almacenada la serie, poner la parte final, enchufar el Shazam (ah, esa mágica aplicación) y descubrir qué canción era, pasaron sólo unos minutos.

La canción es ésta:
 
 

La canción se llama “Tango to Evora” y es de Loreena McKennitt. Me sorprendió cuando el primer vídeo que me salió con esta canción, éste, con imágenes de “Mr. And Mrs. Smith”. ¿Sale en su banda sonora? Ni idea, no la he visto. Pero bueno, la cuestión es que descubrí la canción, así que la agregué a mis favoritos en mi Spotify (o spofiti, como le llamo yo) y ya estaba lista para empezar con mi nueva rutina diaria.

Así que cada día (bueno, me he saltado unos cuantos, por motivos ajenos a mi voluntad), a eso de media mañana, en mi descanso para tomar un tentempié, aparto la mesita que hay entre mis sofás naranjas, me pongo el Tango de Evora en la tableta que me trajeron los reyes magos y empiezo a hacer unos cuantos saludos al sol sobre mi alfombra verde. Literalmente. Porque los días que hace sol (algunos, ni mucho menos todos), éste me baña el rostro mientras estoy haciéndolos. Y es un gustazo. A veces hago muchos, a veces pocos, según el ritmo que me apetezca llevar ese día.

He aprendido varias cosas desde que hago unos cuantos saludos al sol cada día.

La primera, que la alfombra estaba sucia.

La segunda, que se pueden tener agujetas en los abdominales haciendo saludos al sol.

La tercera, que mola tener pequeñas momentos de desconexión del estudio, pequeñas excusas para parar de ejercitar la mente y escuchar un poco el cuerpo, procrastinar con un buen fin.

Y la cuarta, que si tu padre se ofrece a pasar el aspirador a la alfombra mientras tú sales a hacer unos recados, tienes que decirle que no. Porque igual cuando vuelves te ha desmontado el desagüe del lavabo, no lo ha sabido volver a montar y tienes que lavarte los dientes en el fregadero de la cocina.

Todo son lecciones.

En la foto, Bob, el inquilino que tengo por casa estos días, flipando cuando me ha visto ponerme a hacer cosas rara sobre la alfombra.

miércoles, 1 de febrero de 2017

"La isla de Alice" de Daniel Sánchez Arévalo

Sigo actualizando con libros que me leí el año pasado. Éste me llamó la atención el día que lo vi, hace cosa de un año, buscando otro libro para regalar, así que me lo compré. Normal que me llamara la atención, sale una isla y sale Cape Cod, motivos más que suficientes (para mí) para que me parezca interesante.

El libro, finalista del Premio Planeta 2015, cuenta la historia de Alice, una mujer que pierde a su marido estando embarazada de su segunda hija. A la tragedia de la pérdida, se une la confusión de descubrir que su marido murió en un accidente en un lugar en el que se suponía que no debía estar. Así, se obsesiona (y mucho) con descubrir de dónde venía y qué es lo que le ocultaba, intentando averiguar si su vida matrimonial era menos idílica de lo que parecía a la vez que trata de lidiar con el dolor (propio y ajeno, el de su hija huérfana).

Es un libro muy cinematográfico (normal, porque su autor es cineasta), estructurado en cinco partes, con el título de cinco libros (“Moby Dick”, “La isla del tesoro”, “Robinson Crusoe”, “El hombre invisible” y “Alicia en el País de las Maravillas”). A mí se me hizo un poco largo, pero no porque fuera pesado o aburrido o complicado (para nada), sino porque estaba intrigadísima por conocer el desenlace de la historia, que sólo fui capaz de intuir muy al final, cuando ya era obvio. Igual soy demasiado impaciente, no sé. Pero es un libro que vale la pena, me ha gustado y lo recomiendo porque yo me lo volvería a leer. Sin dudarlo.

viernes, 27 de enero de 2017

"Aquí yacen dragones" de Fernando León de Aranoa

Compré este libro por cuatro motivos:

El primero, su título. Me pareció maravilloso y está muy ligado al título de este blog. “Aquí yacen dragones” se base en una frase que se utilizaba en la antigüedad en los mapas para indicar territorios inexplorados o peligrosos (“Hic sunt dracones”). De manera similar, “Terra incognita” era la inscripción latina que definía en los mapas los territorios no explorados por el hombre.

El segundo, su portada. Porque aúna varias cosas que me fascinan: una isla, un faro, un bote, un pez, el mar.

El tercero, por su autor. El cineasta Fernando León de Aranoa me cae bien.

Y, finalmente, porque son piezas cortas, narraciones breves, piezas ideales para el desayuno, que es un momento en el que a menudo leo, pero en el que no tengo demasiado tiempo para embarcarme en largos capítulos.

Hay un poco de todo en este libro, algunos textos me han gustado mucho, otros menos, pero la mayoría me parecen cargados de una sensibilidad y poesía que los hacen muy recomendables. Solo el prólogo, ese aviso a navegantes, ya merece la pena (“donde termina el conocimiento, empieza la imaginación”). Hay un montón de pequeñas joyitas, así que vale mucho la pena leerlo.

lunes, 23 de enero de 2017

Por qué me gusta hablar de lucha

Nos estamos volviendo tontos.

Muere una tía joven, con mogollón de años de vida teórica por delante y nos enzarzamos en discusiones de por qué su tío le desea un buen viaje si es ateo (“¿viaje a dónde? Si no crees en un Cielo”) o por qué se habla de lucha contra una enfermedad, cuando no es una lucha, sino que es eso, una maldita enfermedad la que ha acabado con ella.

Llamadlo como queráis.

Como leí el otro día, dejad que la gente coma lo que quiera y se folle a quien quiera.

A mí me gusta hablar de lucha, de batalla. Ya escribí sobre eso hace dos años, en tiempos más oscuros. Y me (auto)cito textualmente (redoble de tambores, por favor): “La vida es, ni más ni menos, una lucha continua contra la muerte. Podemos ganar algunas batallas y, por supuesto, celebrarlas, pero no deberíamos olvidar que la batalla final, la definitiva, la tenemos perdida. Desde el principio”.

Desde un punto de vista estrictamente biológico, la vida siempre, siempre se intenta abrir paso. En todas las situaciones, en todo momento, el objetivo del ser vivo (cualquier ser vivo, desde un virus hasta una secuoya) es sobrevivir y, a ser posible, procrear para perpetuar la especie y los genes propios. Por eso crecen hierbecillas entre las aceras de las ciudades, por eso los leones matan a las cebras para poder alimentar a sus crías, por eso las cebras intentan proteger a sus crías de los leones, por eso hasta en época de guerra los humanos se siguen enamorando y teniendo niños. La vida (al menos como la conocemos en este planeta) lucha continuamente por mantenerse con vida, por no morir.

Esa misma característica propia de la vida (sobrevivir, mantenerse con vida) es la responsable del cáncer. El cáncer no es una enfermedad única, el cáncer no es un bicho, no es un virus, ni una bacteria, no. Un cáncer es un crecimiento incontrolado de nuestras células del cuerpo. Las células cancerígenas, en primera instancia, son células normales, de nuestro cuerpo, que tratan de sobrevivir. Una célula normal se forma (a partir de otras células, pero no entraremos en detalla), crece y, cuando le llega el momento, cuando se hace vieja y deja de cumplir su función, muere. Una célula cancerígena se olvida de morir. Algo en ella, no sé sabe qué, algún mecanismo más o menos desconocido (cada vez se sabe más, cada vez se conoce más) se estropea y hace que crezca y crezca sin parar, que se divida en nuevas células que son como ella, que también se han olvidado de morir. A veces crecen tanto, que acaban cambiando de sitio en el cuerpo, no caben donde están, su micromundo es demasiado pequeño y viajan por el torrente sanguíneo a otra parte del cuerpo. Esa es la metástasis.

Todos sufrimos incontables “cánceres” a lo largo de nuestra vida. Todos. E incontables. Yo cuando me enteré de esto en la universidad, flipé. Pero es así y nuestro cuerpo está preparado para eso, tenemos un sistema inmunológico que es la defensa (ejem, ya estamos con la terminología militar) natural del cuerpo contra las cosas que no van bien (como el virus de la gripe o esas células locas que se han olvidado de morir). El cuerpo combate (ya estamos con las guerras) y destruye organismos infecciosos (o cualquier cosa que detecte como “esto no debería estar aquí”). Así, en la gran mayoría de los casos, nuestro sistema inmune detecta esas células inmortales y acaba con ellas. Pero en algunos casos, no. ¿Por qué a veces sí, a veces no? Como siempre, se sigue estudiando.

Cuando esas células inmortales siguen creciendo sin que el cuerpo acabe con ellas (porque no sabe cómo hacerlo, porque no tiene fuerzas para hacerlo o porque no las detecta como malas) hablamos de un cáncer. De nuevo aquí, la vida intenta abrirse paso y por eso los humanos han desarrollado tratamientos para eliminar esas células inmortales. Hablamos de quimioterapia, hablamos de radioterapia, hablamos de inmunoterapia. El objetivo es matar, matar, matar. Como cualquier historia de supervivencia natural, la muerte de unos (en este caso, unas células inmortales) es la vida de otros (en este caso, un humano).

La cuestión es que estas terapias no siempre funcionan igual, no dan los mismos resultados en todos los pacientes. ¿Por qué? Ni idea. Aquí es cuando los puretas del buenrollismo hablarán de la actitud, de ser positivo, de blablablá. En fin, dejémonos de cursiladas y no nos olvidemos del sistema inmunológico: el cuerpo está intentando eliminar también esas células malignas. Es decir, el sistema inmunológico del cuerpo está luchando, o intentando luchar contra eso que no debería estar allí. De hecho, hay terapias anticáncer que lo que hacen es incrementar la actividad del sistema inmunológico para conseguir que sea el cuerpo el que elimine del todo esas células inmortales, la inmunoterapia (por ejemplo, la terapia del bacilo de Calmette-Guérin, BCG).

Así que mi conclusión es que me gusta hablar de “lucha” y de “batalla” no porque me imagine a una persona con cáncer dándose de hostias con el mundo, ni porque si un enfermo sonríe crea que se va a curar, ni que porque alguien vaya con un pañuelito rosa tenga más posibilidades de curación que alguien a quien le repugna el rosa. Me gusta hablar de lucha y de batalla porque pienso en sus glóbulos blancos atacando a esas células inmortales, que a su vez son atacadas por sustancias químicas o radiaciones que han llegado sorprendentemente desde el exterior. Me imagino a los glóbulos blancos ahí, luchando encarnizadamente contra esas células que se han vuelto malas (¡antes eran amigas!) y sorprenderse al ver llegar refuerzos (esas sustancias químicas extrañas, esas radiaciones) en plan película de guerra (“¡¡llegan los refuerzos!!”). A veces, entre las células del sistema inmune y los refuerzos permiten eliminar las células malignas. A veces, ni con refuerzos se acaba con ellas y se pierde la batalla.

Por eso me gusta hablar de lucha y de batalla. Porque mi formación biológica me hace pensar a nivel celular, me hace conocer qué pasa (y si no lo sé, me pongo a buscarlo para enterarme) y me hace creer que nuestro sistema de defensa está ahí para eso, para defender, para luchar, para ganar batallas.

O es que capítulos como este de “Erase una vez la vida” me marcaron demasiado.

Pero igual no me tenéis que hacer caso porque yo estoy muy para allá. Qué sabré yo. Hasta hablé de “batalla cruenta” a una tontería que pasó en las macetas de mi casa.

Así que venga, no os enfadéis. Abrazad a la persona que tengáis más cerca (y os apetezca abrazar), decid lo mucho que queréis a quien queréis mucho y disfrutad de la vida. Que esto es muy cortito y aquí hemos venido a ser felices.

Y acabo con música, claro que sí, con esta canción que tanto, tanto, tanto me hace vibrar.