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miércoles, 20 de julio de 2016

Cruzando el canal

Llego al puerto casi hora y media antes de la hora de partida, como indica la tarjeta de embarque. Me duele la cabeza, no he dormido demasiado bien y hace mucho calor. El termómetro del coche ha marcado más de 36º en el centro de la isla, de camino aquí. Conozco el puerto, hace menos de cuatro meses que hice la misma ruta, aunque con otro barco. Aparco en la zona habilitada para los turismos que tienen que embarcar y voy a la terminal marítima, al baño. Un grupo de estudiantes con mochilas se despiden alborotados de sus familiares. Me descubro a mí misma deseando que no hagan demasiado ruido en el barco, pero enseguida me doy cuenta de que viajan en el de otra compañía. Es verano y aunque el número de navieras que operan entre islas es limitado, tienen una variedad de horarios más amplia que fuera de temporada y a precios más que competitivos.

Vuelvo al parking. Un trabajador de la naviera con chaleco fosforito me pide las tarjetas de embarque y el documento de identidad. “Empezamos a y media.”, me dice, “Mejor ponte a la sombra”. Le hago caso y me siento en el asfalto, a la sombra. Tardo un momento en darme cuenta de que debería preocuparme más por la temperatura de las muestras que llevo en una nevera en el maletero del coche que por mí misma, pero me convenzo de que con las placas frías que le he puesto aguantarán bien. Además, quedan sólo quince minutos para embarcar. Así que me acomodo y saco mis agujas: a ver si acabo de una vez el delantero de un jersey a rallas de algodón que ya tengo ganas de estrenar. A mí lado, varios señores menorquines comentan entre ellos de dónde son y si conocen a tal y cuál persona de sus respectivos pueblos. Y sí, claro, les conocen. Menorca es una isla pequeña.

Cuando se acerca de nuevo el tipo de la naviera, le sueltan una broma “¿Qué? ¿Embarcamos ya? A este paso la chica va a acabar el jersey”. Nos reímos todos y les digo que sí, que por favor tarde un poquito más en dejarnos embarcar, que estoy a cuatro vueltas de acabarlo. El de la naviera dice que hasta que no sea la hora no podemos subir, “luego los de la Guardia Civil nos riñen”. Así que esperamos religiosamente, yo tejiendo y los señores con su conversación. Al final, nos invita a ir a los coches cuando pasan unos minutos de y media. “Pobre chica, ¡no ha acabado el jersey!”. Maldigo. Estoy a una docena de puntos de cerrar la espalda y tengo que dejar una vuelta a medias, sin acabar, hasta que llegue a bordo.

Es la primera vez que subo en ese barco y me sorprende lo pequeño que es el garaje. Más trabajadores con chalecos fosforitos indican a los conductores cómo maniobrar para dejar los coches aparcados adecuadamente. El que va delante de mí tarda una barbaridad, o eso me parece. Cuando me toca, pienso que igual el tipo que me indica está pensando “Vaya, una mujer”, pero si lo piensa, no da señales de nada, me da un par de indicaciones (odio que me den instrucciones para aparcar, que lo sepáis, pero disimulo) y cuando apago el motor se acerca al coche. “Freno de mano y…”, “Dejo una marcha, ¿no?”, decimos a la vez.

Sigo las indicaciones hasta el salón de las butacas, recorro el barco que, efectivamente, es pequeño. ¿Me siento a babor o a estribor? No sé por qué, siempre me siento a estribor y luego me arrepiento. Recordádmelo para la próxima vez. Obviamente, me siento a estribor, en unas butacas que tienen delante una mesa. Saco el ordenador y lo enciendo. Tengo el patrón de las mangas del jersey en él y quiero mirarlo ahora que estoy a punto de acabar el delantero. Uno de los señores con los que he bromeado en tierra se me acerca y charlamos un rato. “Eres de Mallorca, ¿verdad?”. Y él de Menorca. Los acentos nos delatan. “Ya puedes acabar el jersey, ¿eh?”. Reímos.

El barco está prácticamente vacío. No se llenará demasiado, pero aún subirán los pasajeros que viajan sin coche. Hay sitio de sobra para viajar amplia y cómodamente. Acabo el delantero del jersey, estudio cómo hacer las mangas y me dio cuenta de que he dejado hilo de otro color en el maletero del coche. Vaya. Las mangas tendrán que esperar.

El rugido de los motores indica que vamos a partir. Mientras maniobramos, un pesquero entra a puerto. Me sorprende y miro el reloj, es un poco pronto para que vuelva. Salimos del puerto y el barco enseguida coge velocidad. Menos mal que hay buena mar. Desde mi asiento de estribor, me levanto para atisbar por las ventanas de babor otros dos pesqueros. Flota amiga. Le mando un mensaje a uno de los patrones, pero nos quedamos sin cobertura antes de que el mensaje salga. Recuerdo la conversación que tuve ayer con él sobre la súbita (y misteriosa) desaparición de la gamba roja en la pesquera más importante de Mallorca para esta especie en esta época del año. Y sigo dándole vueltas al tema. ¿Qué ha pasado con la gamba? Las muestras que llevo en el maletero las capturó ayer ese patrón con su barca. Sonrío por lo viajeras que han salido esas muestras.

Decido que es hora de hacer algo productivo y me pongo a revisar el trabajo de fin de grado de un estudiante. Pero estoy en el mar y cuando estoy en el mar estoy feliz y me cuesta concentrarme. Aún estamos muy cerca de Mallorca. Vamos adelantando a otro barco que está haciendo nuestra misma ruta. Los niños que llevo al lado me recuerdan a otros niños que no conozco pero de los que me han hablado mucho. La señora de delante duerme recostada sobre la ventana. En la tele emiten algo con pinta de antiguo y subtitulado (no llevo las gafas puestas, no puedo decir más). Miro el mar. Hay algunos borreguitos, nada grave, pero a la velocidad que vamos se nota el balanceo. Me río pensando en las biodraminas que mi madre me ha ofrecido no una, ni dos, sino hasta tres veces. “Que yo soy una loba de mar”, le he contestado tantas veces como me ha ofrecido.

Una loba de mar que se marea a veces, pero eso no se lo digáis a nadie.

La foto es de esta tarde, cruzando el canal.

viernes, 8 de julio de 2016

Francia ha cambiado

No es que conozca yo mucho Francia, no es que sea yo muy experta en temas franceses, pero Francia ha cambiado.

Me di cuenta el lunes, cuando en el primer peaje francés, justo después de la autopista, me paró un policía. Me preguntó de todo: de dónde venía, adónde iba, si era por trabajo, en qué trabajaba…

Me di cuenta el martes, cuando entrando en el centro de investigación en el que he estado trabajando esta semana, descubrí una garita que habían colocado junto a la barrera de entrada, en el parking. Un guarda de seguridad me paró, a grito de “madame”. De nuevo las preguntas, quién era, a quién iba a ver.

La primera vez que estuve aquí, en el sur de Francia fue en 2006. Desde entonces, he vuelto casi, casi cada año así que, aunque he perdido ya la cuenta, calculo que he venido a Sète unas 7 u 8 veces. En aquellos primeros viajes, venía con el jefe y nos alojábamos en un hotel maravilloso, con un patio cubierto central y una decoración exquisita, en el centro de la ciudad, a la orilla de uno de sus canales. Con el paso del tiempo, el precio del hotel fue subiendo pero nuestras dietas de alojamiento no. Así que últimamente ya nos alojamos en los hoteles de la Corniche, la zona más turística, más baratos y menos bonitos.

Aquí en Sète probé por primera vez la comida griega, en un diminuto restaurante que hace ya bastantes años que no existe. Y también aquí probé por primera vez (y única hasta hace poco menos de un mes) el atún rojo, en una barbacoa que montaron los colegas italianos en la casa que habían alquilado durante una reunión. En este tiempo, mi colega francesa con la que trabajo desde 2006 (y ahora ya es mi amiga) ha tenido dos niños, ha construido una piscina en su casa con vistas al Golfo de León y ha sufrido un robo mientras las dos estábamos de reunión en mi isla griega favorita.

Recuerdo beber pastis, un anís típico francés con mi jefe, en una terraza acristalada, bajo una lluvia torrencial. Recuerdo las cervezas con colegas franceses y españoles, en una terracita una tarde de verano.
Recuerdo intentar mantener una conversación sobre “El Rey León” en mi francés chapucero con el hijo pequeño de mi colega francesa. Recuerdo una visita a la lonja de pescado que me encantó. Recuerdo los fuegos artificiales que me sorprendieron el día de mi llegada aquí el año pasado.

A pesar de todo, a pesar de haber estado aquí tantas veces, aún he hecho cosas nuevas. Con la excusa de venir en coche (tras cruzar el charco hasta Barcelona) siempre, siempre he ido del hotel al centro de investigación con él, a pesar de estar a una distancia muy razonable a pie (20 minutos). Pues este año he ido a pie casi cada día (hoy no, porque había llovido y amenazada lluvia y, desoyendo los consejos maternales, no venía preparada para eso).

Nunca había llegado hasta el faro de piedra, coronado con una plancha metálica roja, que se encuentra en la entrada del puerto. Lo he fotografiado innumerables veces, pero hasta esta semana no me acerqué a él.

Nunca había ido caminando desde la Corniche al centro de la ciudad, por un estupendo y agradable paseo que te permite estar en media hora en los canales. Por fin, esta vez lo he hecho.

Nunca había estado en la gran plaza que hay en el centro de la ciudad, ni en los jardines inclinados con árboles enormes y varios lagos con nenúfares que hay a los pies de la colina.

Decía al principio que Francia ha cambiado. Supongo que yo también. Aunque por motivos distintos.
En el comedor del centro de investigación, en una pizarra donde cuelgan anuncios y hasta un calendario con los cumpleaños de los científicos que por aquí pululan, un “Je suis Charlie!” escrito con rotulador y medio borroso recuerda en silencio lo que es imposible olvidar. Pegada con celo en la pared, junto a las máquinas de café, está esta portada del Charlie Hebbo.

Francia ha cambiado, sí.

Piensas eso, con esa ola de tristeza general que parece que lo inunda todo, de incomodidad, de que las cosas no están yendo bien, y luego van los franceses y marcan ayer dos goles. Que no es que sea yo muy de fútbol ni nada, pero sentada anoche con dos colegas en la terraza de una de ellas, en lo alto de la colina, contemplando el mar, oyendo las cigarras y respirando la tranquilidad de la noche, los gritos de alegría que llegaban hasta nosotras, los pitidos, los silbidos y ese jolgorio que provocan las victorias futbolísiticas, se agradece. Sí, se agradece. Porque ver a los hijos de mi colega contándonos felices los goles marcados mientras nosotras apuramos las últimas gotas de vino es una maravilla. Porque, al fin y al cabo, estamos vivos. Y aunque las cosas cambien, aunque las cosas vayan a peor, siempre vamos a tener un motivo por el que alegrarlos, por el que seguir viviendo, por el que luchar, por el que seguir disfrutando de esta vida que, día a día, es un regalo.

Las fotos, de estos días.

Y mañana, a casa.











domingo, 15 de mayo de 2016

Diecinueve días en el mar

He pasado unos cuantos días en el mar, casi tres semanas, en la primera parte del Festival de Primavera. Han sido días intensos, largos, curiosos, interesantes y divertidos. Ha sido todo eso y mucho más.

Vuelvo con las pilas cargadas, llena de energía y muchos recuerdos. Con esa alegría que te da el haber trabajado bien, el habértelo pasado bien y el volver a casa; con esa tristeza que te da dejar atrás a unos compañeros de viaje que han sido tu familia durante tantos días.

De estos días me quedo con la familiar comodidad que siento en este barco y sus habitantes, esa sensación de sentirte como en casa estando lejos de casa. Me quedo con el magnífico camarote que me ha tocado este año, yo creo que el mejor de todos. Me quedo con mis compañeros, con las risas, con las bromas, con el trabajo hecho y con el ánimo continuo que me han dado para lo que me espera durante el próximo mes y medio. Me quedo con los cruasanes con jamón y queso, a media tarde en el parque de pesca y a media noche en la cocina. Me quedo con el grito por megafonía de “¡Calderones a estribor!” y todos corriendo a la cubierta a verlos. Me quedo con la isla de Alborán, siempre lejana, misteriosa y fascinante con su forma de submarino, la historia de su nombre y los dos días (casi) aislados del mundo que pasamos allí. Me quedo con los atardeceres fabulosos día sí y día también, con delfines saltando a nuestro alrededor incluidos. Me quedo con la irrepetible sensación de dormirme viendo el mar a través del ojo de buey y despertarme al día siguiente viendo el mar lo primero de todo. Me quedo con la banda sonora de esta campaña: “la cumbia de Félix y Jacques”, grande, grande. Me quedo con los acuarios que montaron los colegas bentónicos y que nos permitieron ver las criaturas marinas desde una perspectiva diferente. Me quedo con las deliciosas comidas (esos cocidos a las 11 de la mañana a mí me sientan de maravilla, ese bocadillo, esa hamburguesas, ese… todo, todo, todo), los fabulosos postres y esos cruasanes y donuts que nos permiten saber que, cuando tocan para desayunar, es que es domingo. Me quedo con la noche que pasamos en tierra, la parada que hicimos, las risas que echamos desde que salimos del barco hasta que volvimos, muchas horas después. Me quedo con el ritmo pausado y silencioso del día siguiente, intentando recuperar el ritmo de trabajo que perdimos a cambio de alejarnos unas horas del balanceo marino. Me quedo con las horas y horas que pasamos limpiando espardeñas y lo ricas que estaban cuando nos las comimos. Me quedo con la guerra de agua mientras limpiábamos cajas el último día, que me obligó a dejar toda mi ropa en el guarda calor, tan empapada estaba. Me quedo con la cena a popa, esa última noche, todos juntos, con el marisco y la barbacoa, con la tarta espectacular, con el lugar en el que estábamos, Calabardina, un descubrimiento. Hasta me quedo con la alarma de incendios sonando esa última noche en el barco, por culpa de unas palomitas quemadas en el microondas, que activaron a la tripulación en un tiempo récord. Y me quedo, irremediablemente, con la complicada y eterna vuelta a casa, veintiuna horas de Cartagena a mi isla, con un vuelo perdido por el camino que nos obligó a retrasar, una noche más, la vuelta a casa.

Éste es el resumen de casi tres semanas en el mar. Vuelvo, sí, con las pilas cargadas, con una sonrisa en los labios y con ganas de volver al mar. Me queda menos de un mes.

Las fotos, son de estos días, con la compacta y con el móvil.

Y la frase, de Lewis Carroll, “No puedo volver al ayer, porque entonces yo era una persona diferente”. Es así.

















 

martes, 26 de abril de 2016

Delfines a proa

Llevo ya dos días en el mar (hoy es el tercero) y mi vida loca de los últimos tiempos me ha impedido sentarme a reflejar adecuadamente lo que ha pasado desde mi viaje a la isla del viento. Visita relámpago a Roma (ah, de eso tengo que escribir), fiestón de cumpleaños de una bloguera-oveja-rizosa en Torremolinos y hacia el mar.

Y, curiosamente, repaso las entradas del blog de los últimos años y, glups, igual no cuento nada porque ya lo he contado todo. O mejor dicho, lo que estoy viviendo ya lo he contado.

Por ejemplo, quería haber contado que me iba al Primer Festival de Primavera de la temporada (y ya estoy en él). Gone fishing. Pero eso ya lo conté. Hace exactamente dos años y dos días.

Y ayer (antes de quedarme sin cobertura) quería haber contado que era el segundo día en el mar y que los delfines nos habían sorprendido en la proa, al atardecer. Pero eso ya lo conté también. Hace exactamente un año y dos días. No hemos tenido niebla, ni huevos al nido para cenar. Pero algunas cosas se repiten, hasta tengo los mismos turnos de comida que el año pasado.

Fue un poco confuso, descubrir esta repetición de situaciones, de recuerdos. Estaba yo tan emocionada después de ver delfines saltando a nuestro alrededor durante un atardecer espectacular (lo son siempre, los atardeceres en el mar) que esta repetición en mi vida me desinfló un poco.

Pero no nos desilusionemos. Las situaciones se repiten, pero no son iguales. No tengo el mismo camarote, no dedico mi tiempo libre a las mismas cosas y hasta tenemos un par de acuarios en los que disfrutar de las maravillas marinas desde otro punto de vista. Como la de la foto, Alcyonum palmatum, la mano de muerto, un cnidario que no solemos ver así, en todo su esplendor.

Esperemos que continúe la buena mar. Y los avistamientos de delfines.

martes, 12 de abril de 2016

La isla del viento

Conozco Menorca mejor desde el mar que desde tierra firme. Es una verdad de la que fui consciente el otro día, abandonando la isla en barco, después de pasar en ella una semana intentando, en parte, compensar ese desequilibrio. No en vano, llevo quince años pasando unos días al año circunnavegándola. Quince años, se dice pronto. El mismo tiempo hace que la pisé por primera vez. Ciutadella y Maó fue lo primero que conocí de ella, lo único durante bastante tiempo. Luego fui más allá de estos puertos, de estas ciudades, la he ido recorriendo y descubriendo más. Es de esos lugares a los que, cuanto más voy, más aprecio.

Hace unos años escribí que Menorca es perfecta, o casi. Escribí que es el complemento elegante, silencioso, tranquilo y sutil de una isla más espectacular, ruidosa, montañosa y bulliciosa como es Mallorca. Tan cercanas, tan lejanas, tan iguales, tan diferentes.

Poco más puedo añadir. Sigo suscribiendo todas y cada una de esas palabras.

Menorca es el verde de sus campos, el azul de sus aguas y cielos, el blanco de sus casas, el amarillo de sus flores que colorean los campos en primavera. Menorca es las vacas, las carreteras tranquilas, los puertos naturales que ha colonizado el hombre, el viento que azota sus campos desde cualquier dirección, los faros que recuerdan a los navegantes que ahí, entre aguas turbulentas, hay tierra firme.

La isla blanca, la isla del viento, la isla de los campos, la isla plana.

El otro día, dejé Menorca echando de menos la época en la que viví allí, lo que no deja de ser curioso, porque yo nunca he vivido en esa isla.

Las fotos son de estos días en Menorca. Con el móvil, con la compacta y con la réflex. De todo.












 


lunes, 4 de abril de 2016

Entre islas

Estoy tejiendo en un barco a punto de zarpar hacia una isla que me encanta. Estoy en la cubierta superior, en el exterior, en un lugar casi idílico, si no fuera por los ensordecedores ruidos de las chimeneas que tengo a ambos lados. Supongo que por eso estoy sola, no hay casi pasajeros en el barco y, los pocos que hay, se resguardan del ruido y del viento en el interior. Los barcos son ruidosos, muy ruidosos, qué os voy a contar yo. No veo a nadie. Podría haber habido un apocalipsis zombi en el rato que llevo a bordo y ni me habría enterado.

Zarpamos. Meto las agujas en la mochila y bajo a la cubierta inferior, pero aún sigo fuera. Apenas hay media docena de personas, si llegan, pululando por esa cubierta. Miro cómo quitan las amarras y cómo el barco se aleja despacito del muelle. “Hélices laterales”, pienso para mí. El viento sigue soplando y levanta algunas pequeñas olas. Son muy bajitas, pero aún no hemos salido del puerto. La previsión eran olas de medio metro, minucias marinas, pero hace muchas horas que miré el último parte. Y el mar es imprevisible. Una lancha juguetea con el barco como un ratón con un gato: se queda parada en su camino, se aleja a toda velocidad, se acerca con curiosidad, nos rodea… Pero se mantiene siempre a una distancia prudente.

Miro la costa, el horizonte. En seguida distingo, en la lejanía, una boya. Mi instinto pescador me lleva a buscar su compañera, o sus compañeras. Están muy lejos, pero las veo bien. Según nos acercamos, las veo claramente: hay redes caladas. Es instintivo: salgo al mar y busco boyas. En dos meses me pasaré muchas horas buscando boyas, no vaya a ser que volvamos a liarla, como hace dos años en el Festival de Primavera. Cerca de las olas, un grupo de windsurfistas aprovecha el viento haciendo piruetas. Uno atraviesa la estela que deja una lancha motora que se dirige hacia el puerto a buena velocidad y pega un buen salto. Debe molar hacer windsurf con este viento. Si tienes equilibrio, claro.

Entonces me pregunto cómo debe ser el puente de este barco. He pasado muchas horas en puentes de mando. Son lugares fascinantes. Algunos incluso tienen una rueda de timón de madera, aunque apenas se usa. Capitanear un barco de este tamaño tiene muy poco de romántico. Todo son botones, pantallas y alarmas que no paran de sonar. Bueno, al menos los que yo conozco. Me ponto a buscar el camino hacia el puente, por curiosidad, y encuentro una reja cerrada con un candado y, detrás, una escalera. Ja. Por ahí se debe subir. Pierdo la oportunidad de lloriquear por una visita al puente cuando un marinero se me acerca y me aparto para dejarlo pasar. Otra vez será.

Es hora de buscar flota amiga. Cuando estoy en el mar, a veces me da por utilizar lenguaje pirata. No tardo en distinguir un barco, en la lejanía. Es uno de los arrastreros que se dirigen al puerto del que hemos partido, después de su jornada de trabajo. Fuerzo la vista para ver quién es, pero necesito la ayuda del zoom de la cámara para identificar el barco. Luego veo otro, más lejos. De nuevo, la cámara me permite ver quién es y cómo se dirige a un puerto vecino. Y allá, a lo lejos, un tercer barco. Esta vez sí, esta vez el objetivo me devuelve la imagen que quiero. Cojo el móvil y marco el nombre de un barco que ya no se llama así pero no me importa, para mí siempre llevará el nombre antiguo. Después de un par de tonos, contesta una voz familiar al otro lado de la línea. “Hola, guapa”. ¿Veis? Flota amiga. Nos intentamos poner al día, hace mucho que no nos vemos ni hablamos, pero se corta tres veces (problemas de cobertura; recordad, estamos en el mar), así que colgamos, tras prometer que pasaré un día de visita. Claro que lo haré.

Ahora sí, ahora voy al interior. Me dirijo al salón de proa; me gusta más, aunque con un barco en movimiento, éste se nota menos en la popa. Y mejor en la parte central. Ahí, viviendo peligrosamente, a proa. No me cuesta encontrar un sitio con mesa para sentarme, en estribor. Qué vacío está el barco, qué vacío. Entonces me doy cuenta de que nadie me ha pedido la tarjeta de embarque, ni la mía ni la de mi coche rojo que va en la bodega. En estos tiempos de seguridad máxima, parece casi imposible que algo así pase. Pero aún hay rincones en la tierra así de tranquilos.

Estoy escribiendo a bordo de un barco, navegando entre dos islas. Miro el mar, notando el suave balanceo que provoca en el barco. Hay dos tipos de movimiento, el balance y el… vaya, no me acuerdo. Es igual. El barco se balancea ligeramente. El mar está algo picado y trato de averiguar a qué escala corresponde. Algunas olas rompen, se ve espuma. ¿Marejadilla o marejada? Si estuviera en el puente seguramente discutiría con el capitán sobre esto: él diría marejadilla, yo marejada. La gente de mar siempre es más tolerante que los que somos marinos ocasionales. Escucho mis canciones favoritas en modo aleatorio. En una tele, dan una peli, creo que es Maléfica, porque he visto a la Jolie con unos cuernos. No me interesa.

Estoy leyendo a bordo de un barco desde el que no atisbo tierra. El día está nublado y una neblina reduce mucho la visibilidad. Continúa el balance y me pregunto por qué me reí cuando alguien me insinuó que me llevara biodramina. Ah, ya lo sé, porque nunca me ha hecho efecto. El balance me provoca un ligero dolor de cabeza, aunque tal vez es por el viento que he aguantado fuera durante más de una hora. Sí me provoca somnolencia, aunque igual es porque me he levantado a las seis. Leo un relato que me hace lloriquear y me recuesto en mi asiento para seguir leyendo.

Estar aquí, en mitad de ninguna parte, me hace feliz.

Si alguna vez me pierdo, buscadme en el mar.

En la foto, dejando mi isla atrás.

martes, 1 de marzo de 2016

Agua en un aeropuerto

Imaginaos un aeropuerto en el que, nada más pasar el control de seguridad, haya una estantería llena de botellines de agua de medio litro. Imaginad que la estantería está cubierta de letreros que ponen cosas como “Agua para viajar”, “No hagas colas para comprar agua”, “Sólo a 1 €”. Imaginad que no hay nadie junto a la estantería, nadie que controle el agua, digo, porque los viajeros, curiosos, se agolpan junto a la estantería. El método de pago no puede ser más sencillo: hay una ranura por la que metes tantos euros como monedas te quieras llevar. La gente se acerca, mira curiosa y muchos, sí, muchos, rebuscan en sus carteras en busca del euro, se acercan a la estantería, cogen una botella y meten una moneda por la ranura. O hacen lo contrario, primero meten la moneda por la ranura y luego cogen la botella.

Parece impensable, ¿verdad?

Pues esa estantería existe. Existe en el aeropuerto nacional de Bruselas.

Y estoy segura de que nadie se lleva las botellas sin pagar. Bueno, igual algún turista idiota sí que se las lleva, pero lo dudo: si ves a la gente de tu alrededor actuar de manera civilizada, actúas de manera civilizada. Somos así. Creo.

Me parece impensable algo así en España. En serio. Pagar menos de dos euros y pico por medio litro de agua en un aeropuerto español es pura utopía. Y tener docenas de botellas de agua al alcance de cualquiera que pase por allí, sin nadie que vigile, suena aún más utópico.

Sí, sí, mucho sol, mucha playa, pero aún tenemos mucho que aprender.

En la foto, mi agua viajera. No me he atrevido a hacer una foto a la estantería, no sé si está permitido hacer fotos en este aeropuerto y no quiero arriesgarme.

Feliz Día de las Baleares a mis paisanos. Yo me lo he perdido. Con un poco de suerte, llegaré rozando la medianoche a mi isla.

domingo, 7 de febrero de 2016

Diez días

Los últimos diez días han sido un poco locos. El viernes de la semana pasada me lo iba a coger libre: esa tarde volaba a Barcelona, el primer viaje del año, ¡viaje no laboral! Pero tenía que preparar el segundo viaje laboral del año, cinco días después, este sí ya laboral. Al final me cogí medio día libre, ilusa yo, pensé que en cuatro horas podría arreglarlo todo con la agencia con la que nos obligan a trabajar ahora. Para conservar su anonimato la llamaremos Viajes Palomita.

Me fui a casa sin recibir noticias de mi petición de vuelos, coche y hotel de Viajes Palomita. Desde casa vi que me habían contestado, pero no sólo no me habían enviado lo solicitado, sino que lo que me habían enviado estaba mal. Vale, era un pedido complicado: billetes para mí y mi jefe, ida en días diferentes, un coche de alquiler, una noche de hotel para mí en Barcelona y una noche de hotel para los dos en algún punto cerca de El Port de la Selva (Girona). Uy, no, ahora que lo leo no parece tan complicado, hasta yo lo podría tramitar, pero no me dejan. Así que les contesté pidiendo que rectificasen y me fui de viaje.

El fin de semana lo pasamos en Barcelona, en el viaje anual (casi) tradicional que emprendemos a finales de Enero para celebrar las fiestas mallorquinas de Sant Antoni en el barrio de Gràcia barcelonés (aunque a veces nos salimos de los límites de la ciudad, como el año pasado). Barcelona, como todas las grandes ciudades, provoca sentimientos contradictorios en mí: por un lado, me entusiasma su vida, su animación, las mil y unas posibilidades que ofrece; por otro, me agobia que todo sea tan grande, que todo esté tan lejos, que haya tanta gente por todo. Allí paseamos, celebramos el cumpleaños de mi hermana la gafapasta (ups, este año te has quedado sin entrada. Y aún te debo el regalo…). Fue un viaje un poco loco, efectivamente, sin planes claros, con paseos, música tradicional mallorquina, música swing, algunas de compras y hasta una visita improvisada al Liceu. De Barcelona me traje dos pares de zapatos para bailar swing, una falda y un CD de Joan Dausà, al que hacía sólo unos días había descubierto gracias a mi hermana la gafapasta y, precisamente, me regaló ella (el mundo al revés: su cumple y ella es la que me hace un regalo a mí…).

El lunes, para minimizar el impacto de la vuelta a la rutina, me lo cogí libre. Libre para poner lavadoras, marujear, dar clases de geografía a Viajes Palomita (“El hotel de día 4 tiene que ser en o cerca de Port de la Selva la población, no la calle de Barcelona. Es una población que está en la provincia de Girona, a unos 200 km al norte de Barcelona”, tuve que escribir textualmente en un correo), suplicar a Viajes Palomita que no me dieran un Seat Panda porque teníamos que viajar cuatro personas (y sus cuatro maletas) más de 400 kilómetros y pasear por la isla con un colega que venía a la tesis de un compañero de trabajo. Ver ponerse el sol junto a Sa Foradada, en la costa norte mallorquina fue un merecido descanso.

El martes fue un día intenso: defensa de tesis de un compañero, comida con colegas y una maleta por hacer para el viaje del día siguiente. ¿Viaje? Era mediodía y aún no sabía nada de mi viaje, a pesar de ya haber pedido emitir los billetes el día anterior. Para resumir la historia, conseguí mis billetes a las siete de la tarde, después de muchos nervios, muchos cabreos y muchos gritos por teléfono. Me considero una persona tranquila y comprensiva, pero Viajes Palomita me ha hecho perder varios años de vida por los nervios y cabreos que me han hecho pasar estos días.

Y el miércoles, de nuevo a Barcelona. Pero antes dos visitas al dentista, una propia y la otra de acompañante. Sólo diré que mi vuelo era a las 13:10 y salimos del dentista a las 11:20. En fin, para proseguir con el ritmo loco, corriendo al aeropuerto, llamada del jefe para pedirme unos datos urgentes y, tras trabajar un poco en el aeropuerto, llegué a Barcelona. Hotel cutre, reunión de trabajo durante un par de horas en una cafetería del centro y fin de la jornada a las siete y pico. Buena hora. Hacía un par de días que me rondaba por la cabeza una idea. Tengo que admitir que cuando supe que iba a pasar una tarde-noche en Barcelona, me monté mil planes en la cabeza: mi dualidad amor-odio hacia las grandes ciudades hace que tenga ganas de exprimir al máximo el tiempo que paso en ellas. Al final, el 90% de los planes que pasaron por mi cabeza tuvieron que ser descartados, pero me acerqué paseando al teatro Coliseum, donde hacía unos días habían reestrenado “The Hole” y… piqué, caí, volví a entrar en el agujero. Yo, que sólo unos días antes miré con cara rara a una conocida que me contaba que había ido sola al teatro, fui sola al teatro. Disfruté tanto o incluso más que cuando los vi aquí en Palma en Julio. Pero hasta ir al teatro se convirtió en un momento estresante: yo toda feliz, esperando a que empezara la función, y no hacía más que recibir llamadas telefónicas: el jefe para organizar la reunión del día siguiente, preguntarme cómo llevaba la presentación (mal, la tuve que acabar después del teatro) y contarme algunas cosas; mi madre para contarme cómo había ido la reunión de la comunidad de propietarios que me acababa de perder. Cuando por fin colgué todas las llamadas y la obra empezó, me lo pasé PIPA. Y luego, al hotel cutre a currar hasta las tantas.

El jueves, de vuelta al aeropuerto, encuentro con el jefe, recogida de coche, encuentro con otra jefa y, casi 200 Km después (en El Port de la Selva la localidad, no la calle), reunión con una docena de personas. Eran más de las nueve cuando llegamos a nuestro hotel en Figueres. Y a las ocho y media de la mañana siguiente ya estábamos en ruta hacia Francia, destino de nuestra siguiente reunión, bilingüe, multitudinaria y un poco confusa. Fue graciosa la performance que nos montamos la colega francesa y yo, cada una explicando las diapositivas de la presentación en su idioma. Toda una experiencia. Tuvimos que despedirnos rápidamente y, de nuevo en carretera, casi tres horas sin parar y sin comer, para que la jefa llegara a tiempo a su vuelo. Comimos después de las cuatro en el aeropuerto.

Viernes noche, llego a casa después de las nueve.

Por fin.

Sin ganas de moverme de casa en todo el finde, así que ni me planteo hacer planes. Mi intención de no moverme del hogar se vio ayer alterada por una visita a la piscina ayer y otra a los chinos a comprar tierra hoy (como se entere mi profe de Huerto Urbano Ecológico, me echa del taller). Y punto.

Tengo la sensación de que no he parado en los últimos diez días. Y necesitaba parar. Sigo necesitando parar. Así que me he pasado este domingo tarde de Carnaval en mi sofá, con una bolsa de agua caliente para esos dolores tan molestos como previstos y una infusión de jengibre. Y no me importa demasiado, lo de perderme el Carnaval, digo.

Total, yo siempre he odiado eso de disfrazarme.

Las fotos (del móvil y la compacta, no he llevado la réflex en ninguno de los dos viajes), de estos diez días un poco locos. Ahora necesito un poco de normalidad.