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domingo, 3 de julio de 2016

En tierra

Vuelvo al blog después de casi un mes… Un mes en el que me he pasado quince días en el mar, interrumpidos brevemente por un viaje relámpago a Madrid. Estar en tierra, después de quince días de mar, es siempre raro. Y, como siempre después de un Festival de Primavera, la melancolía es directamente proporcional a la felicidad que has vivido en el mar.

Y yo, en este Festival de Primavera, he sido muy feliz.

A pesar de todo.

Por eso supongo que me está costando más de habitual volver a la normalidad. O igual no. Igual siempre me cuesta mucho, pero recordamos con mayor claridad las cosas más recientes.

Las dos semanas en el mar fueron días de mucho trabajo, de muchas preocupaciones, de algunos quebraderos de cabeza. Pero de muchas cosas buenas también. Y, una vez más (y perdonadme si me repito) me quedo con una cosa: la gente. La maravillosa gente que me ha rodeado estos días.

“Rodéate de gente bonita”, me dijo alguien, no hace mucho.

He tenido la suerte de estar rodeada de gente muy bonita estos días. Cuarenta y dos personas bonitas que han conseguido que este festival sea un éxito. Y no hablo sólo de objetivos científicos cubiertos.

Resumir estas dos semanas es siempre difícil, siempre. Pero yo lo sigo intentando. Y, sabiendo que seguramente he olvidado ya algunas cosas, me quedo con todo esto:

La primera reunión con el personal científico, aún antes de salir al mar, yo con las pilas bajas pero riendo por culpa de varios miembros de la tripulación que me hacían bromas a través de los portillos. Llevar un día en el mar y sentirme como si llevara una semana. El espectáculo de delfines en proa. Los abrazos de recibimiento. Los cuatro cafés que me tomé. Cuatro, señores. Cuatro veces más que en todo el año pasado. Romper dos artes en cinco días, hacer cuentas y comprobar que, a ese ritmo, no acabábamos el festival. Hacer una pulsera como regalo de cumpleaños. Las fiestas privadas en mi camarote. Las conversaciones interminables a horas intempestivas. Celebrar dos cumpleaños a bordo. Desembarcar en zodiac para un viaje relámpago a Madrid, con todo el barco despidiéndome. Estar en Menorca media hora, sólo media hora, el tiempo que tardé en bajar del avión y llegar al puerto para subirme al barco, donde ya esperaba el práctico. Salir del puerto de Maó disimulando las lágrimas de rabia e impotencia en los ojos (fue un sueño bonito mientras duró), mientras a tu alrededor reina ese silencio extraño del día después de pasar una noche en tierra. El cigarro que casi me fumo y que, al final, se transformó en caramelo de menta. Ah, los caramelos de menta, también llamados caramelos del amor. “¿Quieres kiwis? ¿Y kakis? ¿No andarás en la droja?” y todas las coletillas del monólogo de Carlos Blanco repetidas hasta el infinito y con las que nos reímos una y otra vez, una y otra vez. Guiris que me persiguen por el barco para que haga más muestreos de los suyos. El hilo de colores para hacer pulseras. Las historias de mar que me cuenta la tripulación y que me dejan con la boca abierta. Olvidarme de bajar la persiana del portillo y despertarme por culpa de la luz al amanecer, repetidamente. Caer en la cama, rendida y entrar en coma, directamente, en un sueño tan profundo y tranquilo como nunca lo tengo en tierra. Las lecciones para aprender a unir cabos haciendo gazas y nudos culs de porc. Y los deberes. Bajar a la cubierta de trabajo de los científicos y verlos currando como locos y riendo sin parar. Descubrir que las ralladas mentales que a veces provoca el mar son más comunes de lo esperado. Conversaciones por radio con pescadores amigos. El atardecer en proa, frente a la costa norte mallorquina, con el mar en calma y todo el equipo científico por allí, disfrutando del momento. Las capturas inesperadas: un atún rojo y un ánfora casi intacta. El torneo de futbolín, de los más concurridos que recuerdo. Recorrer el barco repartiendo chocolatinas. El bocata Oliver. Barcos que navegan haciendo eses a horas intempestivas, bajo la luz de la luna llena. Esquivar boyas. El insignificante accidente laboral, que me ha dejado una marca en la rodilla que, intuyo, me durará todo el verano. La cena en popa, con todo el mundo. El negrito, ese gran desconocido, ay, qué delicia de pescado. Mi rincón favorito del barco. Las vistas espectaculares de estas islas maravillosas. Conversaciones políglotas en el comedor: castellano, catalán, gallego, inglés, alemán. Se habla de todo en este barco. Los atardeceres en el mar. Los días de buen tiempo. Los días de mal tiempo. Levantarte cada día pensando que no quieres estar en ningún otro lugar. Sólo en el mar.

Ay, el mar, siempre el mar.

Las fotos son de esos quince días de mar. Y el vídeo, como bonus track, el espectáculo siempre sorprendente, maravilloso y mágico de delfines jugando en la proa.














domingo, 22 de mayo de 2016

Stop

A veces, hay que parar, hacer caso a la señal de stop.

Aunque vayas a tope, estés hasta arriba de trabajo, de preocupaciones, de cosas por hacer.

Aunque estés a diez días de unas oposiciones, a diecisiete del Festival de Primavera y a sólo dos de otro Festival mini en el que, no sabes aún muy bien como, te ha tocado participar (cuando hace sólo un día ni sabías que existía).

Aún así, aún en circunstancias de esas en las que parece que no tienes ni tiempo para respirar, hay que parar, hay que hacer caso a la señal.

Así que metes cuatro cosas en una maleta, conduces sesenta quilómetros y te plantas en un hotel junto al mar, para pasar una noche de fiesta, música swing y baile con amigos. Y durante unas horas te olvidas de preocupaciones, de trabajo, de todo lo que tienes aún pendiente y, casi (sí, digo casi), de las oposiciones y tu vida se reduce simplemente a eso, a la música. Y a no parar de sonreír mientas bailas.

Porque bailar me hace sonreír. Y, a veces, para poder bailar, hay que hacer caso a la señal de stop. Y parar.

En la foto, la bahía de Pollença, esta mañana, cuando me alejaba de la música y del baile, para volver a la realidad. Y el stop, claro.

Y la música, “Love” de Nat King Cole, porque la oí hace un par de días y mis pies no podían parar.

domingo, 15 de mayo de 2016

Diecinueve días en el mar

He pasado unos cuantos días en el mar, casi tres semanas, en la primera parte del Festival de Primavera. Han sido días intensos, largos, curiosos, interesantes y divertidos. Ha sido todo eso y mucho más.

Vuelvo con las pilas cargadas, llena de energía y muchos recuerdos. Con esa alegría que te da el haber trabajado bien, el habértelo pasado bien y el volver a casa; con esa tristeza que te da dejar atrás a unos compañeros de viaje que han sido tu familia durante tantos días.

De estos días me quedo con la familiar comodidad que siento en este barco y sus habitantes, esa sensación de sentirte como en casa estando lejos de casa. Me quedo con el magnífico camarote que me ha tocado este año, yo creo que el mejor de todos. Me quedo con mis compañeros, con las risas, con las bromas, con el trabajo hecho y con el ánimo continuo que me han dado para lo que me espera durante el próximo mes y medio. Me quedo con los cruasanes con jamón y queso, a media tarde en el parque de pesca y a media noche en la cocina. Me quedo con el grito por megafonía de “¡Calderones a estribor!” y todos corriendo a la cubierta a verlos. Me quedo con la isla de Alborán, siempre lejana, misteriosa y fascinante con su forma de submarino, la historia de su nombre y los dos días (casi) aislados del mundo que pasamos allí. Me quedo con los atardeceres fabulosos día sí y día también, con delfines saltando a nuestro alrededor incluidos. Me quedo con la irrepetible sensación de dormirme viendo el mar a través del ojo de buey y despertarme al día siguiente viendo el mar lo primero de todo. Me quedo con la banda sonora de esta campaña: “la cumbia de Félix y Jacques”, grande, grande. Me quedo con los acuarios que montaron los colegas bentónicos y que nos permitieron ver las criaturas marinas desde una perspectiva diferente. Me quedo con las deliciosas comidas (esos cocidos a las 11 de la mañana a mí me sientan de maravilla, ese bocadillo, esa hamburguesas, ese… todo, todo, todo), los fabulosos postres y esos cruasanes y donuts que nos permiten saber que, cuando tocan para desayunar, es que es domingo. Me quedo con la noche que pasamos en tierra, la parada que hicimos, las risas que echamos desde que salimos del barco hasta que volvimos, muchas horas después. Me quedo con el ritmo pausado y silencioso del día siguiente, intentando recuperar el ritmo de trabajo que perdimos a cambio de alejarnos unas horas del balanceo marino. Me quedo con las horas y horas que pasamos limpiando espardeñas y lo ricas que estaban cuando nos las comimos. Me quedo con la guerra de agua mientras limpiábamos cajas el último día, que me obligó a dejar toda mi ropa en el guarda calor, tan empapada estaba. Me quedo con la cena a popa, esa última noche, todos juntos, con el marisco y la barbacoa, con la tarta espectacular, con el lugar en el que estábamos, Calabardina, un descubrimiento. Hasta me quedo con la alarma de incendios sonando esa última noche en el barco, por culpa de unas palomitas quemadas en el microondas, que activaron a la tripulación en un tiempo récord. Y me quedo, irremediablemente, con la complicada y eterna vuelta a casa, veintiuna horas de Cartagena a mi isla, con un vuelo perdido por el camino que nos obligó a retrasar, una noche más, la vuelta a casa.

Éste es el resumen de casi tres semanas en el mar. Vuelvo, sí, con las pilas cargadas, con una sonrisa en los labios y con ganas de volver al mar. Me queda menos de un mes.

Las fotos, son de estos días, con la compacta y con el móvil.

Y la frase, de Lewis Carroll, “No puedo volver al ayer, porque entonces yo era una persona diferente”. Es así.

















 

martes, 26 de abril de 2016

Delfines a proa

Llevo ya dos días en el mar (hoy es el tercero) y mi vida loca de los últimos tiempos me ha impedido sentarme a reflejar adecuadamente lo que ha pasado desde mi viaje a la isla del viento. Visita relámpago a Roma (ah, de eso tengo que escribir), fiestón de cumpleaños de una bloguera-oveja-rizosa en Torremolinos y hacia el mar.

Y, curiosamente, repaso las entradas del blog de los últimos años y, glups, igual no cuento nada porque ya lo he contado todo. O mejor dicho, lo que estoy viviendo ya lo he contado.

Por ejemplo, quería haber contado que me iba al Primer Festival de Primavera de la temporada (y ya estoy en él). Gone fishing. Pero eso ya lo conté. Hace exactamente dos años y dos días.

Y ayer (antes de quedarme sin cobertura) quería haber contado que era el segundo día en el mar y que los delfines nos habían sorprendido en la proa, al atardecer. Pero eso ya lo conté también. Hace exactamente un año y dos días. No hemos tenido niebla, ni huevos al nido para cenar. Pero algunas cosas se repiten, hasta tengo los mismos turnos de comida que el año pasado.

Fue un poco confuso, descubrir esta repetición de situaciones, de recuerdos. Estaba yo tan emocionada después de ver delfines saltando a nuestro alrededor durante un atardecer espectacular (lo son siempre, los atardeceres en el mar) que esta repetición en mi vida me desinfló un poco.

Pero no nos desilusionemos. Las situaciones se repiten, pero no son iguales. No tengo el mismo camarote, no dedico mi tiempo libre a las mismas cosas y hasta tenemos un par de acuarios en los que disfrutar de las maravillas marinas desde otro punto de vista. Como la de la foto, Alcyonum palmatum, la mano de muerto, un cnidario que no solemos ver así, en todo su esplendor.

Esperemos que continúe la buena mar. Y los avistamientos de delfines.

martes, 12 de abril de 2016

La isla del viento

Conozco Menorca mejor desde el mar que desde tierra firme. Es una verdad de la que fui consciente el otro día, abandonando la isla en barco, después de pasar en ella una semana intentando, en parte, compensar ese desequilibrio. No en vano, llevo quince años pasando unos días al año circunnavegándola. Quince años, se dice pronto. El mismo tiempo hace que la pisé por primera vez. Ciutadella y Maó fue lo primero que conocí de ella, lo único durante bastante tiempo. Luego fui más allá de estos puertos, de estas ciudades, la he ido recorriendo y descubriendo más. Es de esos lugares a los que, cuanto más voy, más aprecio.

Hace unos años escribí que Menorca es perfecta, o casi. Escribí que es el complemento elegante, silencioso, tranquilo y sutil de una isla más espectacular, ruidosa, montañosa y bulliciosa como es Mallorca. Tan cercanas, tan lejanas, tan iguales, tan diferentes.

Poco más puedo añadir. Sigo suscribiendo todas y cada una de esas palabras.

Menorca es el verde de sus campos, el azul de sus aguas y cielos, el blanco de sus casas, el amarillo de sus flores que colorean los campos en primavera. Menorca es las vacas, las carreteras tranquilas, los puertos naturales que ha colonizado el hombre, el viento que azota sus campos desde cualquier dirección, los faros que recuerdan a los navegantes que ahí, entre aguas turbulentas, hay tierra firme.

La isla blanca, la isla del viento, la isla de los campos, la isla plana.

El otro día, dejé Menorca echando de menos la época en la que viví allí, lo que no deja de ser curioso, porque yo nunca he vivido en esa isla.

Las fotos son de estos días en Menorca. Con el móvil, con la compacta y con la réflex. De todo.












 


lunes, 4 de abril de 2016

Entre islas

Estoy tejiendo en un barco a punto de zarpar hacia una isla que me encanta. Estoy en la cubierta superior, en el exterior, en un lugar casi idílico, si no fuera por los ensordecedores ruidos de las chimeneas que tengo a ambos lados. Supongo que por eso estoy sola, no hay casi pasajeros en el barco y, los pocos que hay, se resguardan del ruido y del viento en el interior. Los barcos son ruidosos, muy ruidosos, qué os voy a contar yo. No veo a nadie. Podría haber habido un apocalipsis zombi en el rato que llevo a bordo y ni me habría enterado.

Zarpamos. Meto las agujas en la mochila y bajo a la cubierta inferior, pero aún sigo fuera. Apenas hay media docena de personas, si llegan, pululando por esa cubierta. Miro cómo quitan las amarras y cómo el barco se aleja despacito del muelle. “Hélices laterales”, pienso para mí. El viento sigue soplando y levanta algunas pequeñas olas. Son muy bajitas, pero aún no hemos salido del puerto. La previsión eran olas de medio metro, minucias marinas, pero hace muchas horas que miré el último parte. Y el mar es imprevisible. Una lancha juguetea con el barco como un ratón con un gato: se queda parada en su camino, se aleja a toda velocidad, se acerca con curiosidad, nos rodea… Pero se mantiene siempre a una distancia prudente.

Miro la costa, el horizonte. En seguida distingo, en la lejanía, una boya. Mi instinto pescador me lleva a buscar su compañera, o sus compañeras. Están muy lejos, pero las veo bien. Según nos acercamos, las veo claramente: hay redes caladas. Es instintivo: salgo al mar y busco boyas. En dos meses me pasaré muchas horas buscando boyas, no vaya a ser que volvamos a liarla, como hace dos años en el Festival de Primavera. Cerca de las olas, un grupo de windsurfistas aprovecha el viento haciendo piruetas. Uno atraviesa la estela que deja una lancha motora que se dirige hacia el puerto a buena velocidad y pega un buen salto. Debe molar hacer windsurf con este viento. Si tienes equilibrio, claro.

Entonces me pregunto cómo debe ser el puente de este barco. He pasado muchas horas en puentes de mando. Son lugares fascinantes. Algunos incluso tienen una rueda de timón de madera, aunque apenas se usa. Capitanear un barco de este tamaño tiene muy poco de romántico. Todo son botones, pantallas y alarmas que no paran de sonar. Bueno, al menos los que yo conozco. Me ponto a buscar el camino hacia el puente, por curiosidad, y encuentro una reja cerrada con un candado y, detrás, una escalera. Ja. Por ahí se debe subir. Pierdo la oportunidad de lloriquear por una visita al puente cuando un marinero se me acerca y me aparto para dejarlo pasar. Otra vez será.

Es hora de buscar flota amiga. Cuando estoy en el mar, a veces me da por utilizar lenguaje pirata. No tardo en distinguir un barco, en la lejanía. Es uno de los arrastreros que se dirigen al puerto del que hemos partido, después de su jornada de trabajo. Fuerzo la vista para ver quién es, pero necesito la ayuda del zoom de la cámara para identificar el barco. Luego veo otro, más lejos. De nuevo, la cámara me permite ver quién es y cómo se dirige a un puerto vecino. Y allá, a lo lejos, un tercer barco. Esta vez sí, esta vez el objetivo me devuelve la imagen que quiero. Cojo el móvil y marco el nombre de un barco que ya no se llama así pero no me importa, para mí siempre llevará el nombre antiguo. Después de un par de tonos, contesta una voz familiar al otro lado de la línea. “Hola, guapa”. ¿Veis? Flota amiga. Nos intentamos poner al día, hace mucho que no nos vemos ni hablamos, pero se corta tres veces (problemas de cobertura; recordad, estamos en el mar), así que colgamos, tras prometer que pasaré un día de visita. Claro que lo haré.

Ahora sí, ahora voy al interior. Me dirijo al salón de proa; me gusta más, aunque con un barco en movimiento, éste se nota menos en la popa. Y mejor en la parte central. Ahí, viviendo peligrosamente, a proa. No me cuesta encontrar un sitio con mesa para sentarme, en estribor. Qué vacío está el barco, qué vacío. Entonces me doy cuenta de que nadie me ha pedido la tarjeta de embarque, ni la mía ni la de mi coche rojo que va en la bodega. En estos tiempos de seguridad máxima, parece casi imposible que algo así pase. Pero aún hay rincones en la tierra así de tranquilos.

Estoy escribiendo a bordo de un barco, navegando entre dos islas. Miro el mar, notando el suave balanceo que provoca en el barco. Hay dos tipos de movimiento, el balance y el… vaya, no me acuerdo. Es igual. El barco se balancea ligeramente. El mar está algo picado y trato de averiguar a qué escala corresponde. Algunas olas rompen, se ve espuma. ¿Marejadilla o marejada? Si estuviera en el puente seguramente discutiría con el capitán sobre esto: él diría marejadilla, yo marejada. La gente de mar siempre es más tolerante que los que somos marinos ocasionales. Escucho mis canciones favoritas en modo aleatorio. En una tele, dan una peli, creo que es Maléfica, porque he visto a la Jolie con unos cuernos. No me interesa.

Estoy leyendo a bordo de un barco desde el que no atisbo tierra. El día está nublado y una neblina reduce mucho la visibilidad. Continúa el balance y me pregunto por qué me reí cuando alguien me insinuó que me llevara biodramina. Ah, ya lo sé, porque nunca me ha hecho efecto. El balance me provoca un ligero dolor de cabeza, aunque tal vez es por el viento que he aguantado fuera durante más de una hora. Sí me provoca somnolencia, aunque igual es porque me he levantado a las seis. Leo un relato que me hace lloriquear y me recuesto en mi asiento para seguir leyendo.

Estar aquí, en mitad de ninguna parte, me hace feliz.

Si alguna vez me pierdo, buscadme en el mar.

En la foto, dejando mi isla atrás.

martes, 22 de marzo de 2016

Miedo. O lo que sea

Cuando se estrelló aquel avión en Barajas, pasé varias semanas obsesionada con los aviones. Yo vivía en Creta y aviones comerciales sobrevolaban todas las noches mi casa, hasta horas intempestivas, de camino al aeropuerto, a apenas 10 Km de donde yo estaba. Tenía que coger un vuelo un mes después y me aterraba la idea de hacerlo. Pero según pasaban los días, el miedo se fue diluyendo y cogí mi vuelo sin problemas.

Cuando ETA mató a dos guardia civiles en mi isla y tras las sucesivas explosiones que se produjeron días después, todo me parecía sospechoso, todo me parecía inseguro. Mi isla, la isla de la calma era vulnerable, tanto o más que cualquier otro lugar. Durante días, pensé en el tema, en las bombas, en lo que había ocurrido, pero poco a poco la inseguridad se fue diluyendo y el miedo desapareció.

Tras los atentados de París de Noviembre, pasé unas semanas en un estado similar a los anteriores, ese miedo que no sé si es miedo, esa inseguridad, esa sensación de que puede pasar cualquier cosa, en cualquier lugar. Hice dos viajes antes de final de año, totalmente a desgana, a dos destinos que podrían ser tan objetivos como cualquier otro, pensando que no tenía por qué pasar nada, pero que tampoco nadie nos garantiza que no vaya a pasar. En el primero de ellos coincidí con dos colegas francesas, muy afectadas por lo sucedido. Fue un viaje frío y triste. Era una de esas reuniones en las que después siempre salimos a cenar, a veces en grupos grandes y reímos y disfrutamos de coincidir con gente que normalmente ves poco. Esa vez fue diferente, estábamos todos más dispersos y poco animados. Todas las noches cenaba con las colegas francesas, pronto y sin apenas risas, intentando hacer normales unos días que no tenían nada de normales. Las colegas argelinas y marroquíes se sintieron muy incómodas aquellos días, se sintieron inseguras, observadas y acusadas de unos delitos que no tenían nada que ver con ellas. Fueron días raros, mucho. Pero, de nuevo, esa sensación de incomodidad, de inseguridad, de miedo, de lo que sea, se acabó diluyendo como un recuerdo pasado.

Esta mañana, cuando de camino a la oficina he oído que había habido dos explosiones en el aeropuerto de Bruselas, se me han puesto los pelos de punta. Luego he pasado más de media mañana en una reunión y, al salir, he descubierto que el terror se había extendido al metro de Bruselas. Maelbeek. Maelbeek. Maelbeek es “mi” estación de metro en Bruselas, la que está en los bajos del edificio de la Dirección General a la que normalmente voy por trabajo. A principios de mes estuve en ese aeropuerto, estuve en esa estación. El primer día me llamó la atención los dos militares armados que me encontré nada más salir del vagón del metro, en el mismo andén. Hace tres semanas, Bruselas me pareció tan fría y gris como siempre. Lucho desde hace años con esa extraña relación amor-odio que mantengo con esa ciudad y, en mi último viaje, me pareció que Bruselas se hallaba en una extraña calma tensa. Militares armados en estaciones de tren y metro no es algo que suela yo ver en mi día a día. Fui, hice mi trabajo, visité la Grand Place a dos grados bajo cero antes de las ocho de la mañana y actué con total normalidad, con un poso de no-sé-qué, de ese uf, de ese miedo, de esa inseguridad, de esa extraña sensación que no quieres llamar miedo, pero que de alguna forma se debe llamar.

Esta semana quería escribir una entrada sobre ese último viaje a Bruselas, sobre las cuatro fotos que hice, sobre esa ciudad gris que me acoge de tanto en tanto con un abrazo frío. Pero ya no lo haré, me parece totalmente superficial.

Madre mía, la entrada que escribí hace ahora tres semanas, desde el aeropuerto de Bruselas, me parece de una frivolidad espantosa. En ese aeropuerto, hoy ha muerto gente.

Hoy no he llorado porque estaba en la oficina. Ver las imágenes de sitios que conozco, el aeropuerto, las calles que rodean Maelbeek, la plaza de la Bolsa, me ha desarmado. Me pregunto si los militares que había armados en la estación, alguno de los pasajeros con los que compartí vagón de metro aquellos días o los colegas que trabajan en uno de los edificios desalojados, justo encima de la estación han muerto o han resultado heridos.

“No tendrás que ir a Bruselas, ¿no?”, me han preguntado hoy algunos colegas en la oficina. “De momento, no”, he contestado. Pero sé que algún día tendré que volver. Algún día volveré a ese aeropuerto que aún permanece cerrado, algún día volveré a coger el metro y volveré a parar en Maelbeek. Y seguramente lo haré con un nudo en la garganta, pero lo haré. Porque eso que sentiré, eso que siento, no quiero llamarlo miedo, eso sería dejarnos vencer. Lo llamaré desasosiego. Pero ni siquiera el desasosiego nos impedirá seguir viviendo. No nos queda otra.

En la foto, póster “Bières de la Meuse” de Alphonse Mucha, en el interior de un bar, por delante del que pasé a una hora muy temprana, a dos grados bajo cero, en mi visita relámpago a la Grand Place hace tres semanas. Me encanta Mucha. Y necesitaba un poco de su color para esta entrada.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Venidos a menos

“Venidos a menos” es un espectáculo gamberro y divertido, creado y protagonizado por David Ordinas y Pablo Puyol. Es tan gamberro que la sala donde estaba programado para los próximos días en Madrid ha decidido cancelarlo, por ser demasiado transgresor y fuerte. Yo no diría ni que es tan transgresor ni tan fuerte, pero de eso ya hablaré luego.

Vayamos por partes. Tenía ganas de ver este espectáculo desde que en verano vi a estos chicos en “Póker de voces”. “Venidos a menos” no tiene nada que ver con “Póker de voces”. Bueno sí: tienen que ver que son espectáculos protagonizados con gente con mucho talento, grandes artistas, que hay música y que hay humor (en distinta manera). En “Venidos a menos”, Ordinas y Puyol se ríen de sí mismos y de muchas otras cosas como de las relaciones, del sexo, de la religión y hasta de la corrupción. Es de esos espectáculos de risas continuas, de cachondeo, de decir verdades como la copa de un pino escondidas entre notas y humor. Sí, es un espectáculo descarado, donde se habla de temas casi tabús sin tapujos (los ya mencionados) y se dicen muchas palabras (más o menos) malsonantes como ésta y ésta y ésta y ésta y hasta ésta. Pero bueno, son todo palabras que están en el diccionario de la Real Academia Española.

Vale, no es un espectáculo fino y se basa mucho en un humor simple, pero no es nada fácil encontrar un día un espectáculo en el que te pases dos horas riendo. Encima con dos chicos majísimos, monísimos, simpatiquísimos, cercanos, amables, artistazos y súperprofesionales. Los señores que tenía al lado no creo que pensaran lo mismo que yo, se pasaron las casi dos horas con malas caras y no veían la hora de largarse. Pero bueno, yo creo que si te informas un poco antes, ya sabes a lo que vas. Muy claro lo dicen desde el principio que no es un espectáculo para todos los públicos.

Por eso me sorprende que hayan suspendido sus funciones en Madrid. A ver, si no te gusta un espectáculo, no vayas a verlo y punto. A mí no me gustan las películas porno, pero entiendo que tienen su público. Y me parece pornográfico lo que ganan los futbolistas y los millones que se mueve ese negocio. Y me parece vergonzoso muchas de las cosas que pasan en este país. Pero que dos artistas se suban a un escenario a cantar verdades, vale, soltando alguna barbaridad simpática… pues no sé, me parece tan exagerado como incomprensible. Y de cobardes.

Sólo espero que David y Pablo no se harten de vivir del arte y sigan haciendo grandes cosas. Es difícil, lo sé. Lo dice una que vive de la ciencia.

La foto es del domingo. Después también nos hicimos fotos con ellos. Qué majos son. Los dos son maravillosos, pero siento especial debilidad por David, lo admito…

Por cierto, la canción siete del CD (“Lo que hay que hacer…”) ¡es una jota mallorquina! O al menos se puede bailar como tal.