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domingo, 3 de noviembre de 2019

Madrid

Madrid me fascina. Lo digo desde la perspectiva de alguien que nunca ha vivido en Madrid; lo digo desde mi punto de vista de viajera ocasional y turista esporádica.

En Madrid tengo la sensación de que puede pasar cualquier cosa. En cualquier sitio. En cualquier momento. Todo parece posible en Madrid. Tengo la sensación de que la ciudad guarda miles de historias fascinantes, simultáneas y, estando allí, yo misma podría pasar a formar parte de alguna de ellas en cualquier momento. Yo, estando en Madrid, veo historias en todas partes. En el metro. En el autobús. En un restaurante. En el teatro. En sus parques. Incluso mirando por la ventana de cualquier hotel en el que me he alojado. Por algún extraño motivo, Madrid fomenta mi creatividad, mi mente se vuelve loca y no para de imaginar cuál es la historia de ese señor que pasea un perro por un parque o de ese músico que toca en los vagones del metro. Igual es la altitud. Igual es eso, sí. Yo vivo a nivel del mar y estar a 600 y pico metros me debe trastornar. Yo qué sé.

He estado en otras ciudades grandes y he sentido cosas interesantes también, desde el amor desmesurado (Roma) hasta la tristeza (Bruselas), pero son sensaciones diferentes. Lo de Madrid es fascinación. Simplemente.

Madrid es, además, una referencia de mi infancia, de mi vida. Películas, series, hasta el telediario se emite desde Madrid. Es el centro de todo. En Madrid ves cosas que salen en la tele. En Madrid se representa la misma noche El rey león, Billy Elliot y un montón de obras de teatro más. Hay innumerables restaurantes sirviendo desayunos, comidas y cenas a la vez. Hay tiendas de todo tipo. Cualquier cosa que necesitas, la puedes encontrar allí. Y no en un único sitio. Jolín, si hasta hay un montón de ginkgos repartidos por sus parques y calles, incluyendo el más espectacular de todos, el de la Quinta de la Fuente del Berro, cuyas hojas ya deben estar volviéndose doradas.

Me fascina y aún así le veo un montón de defectos. Muchísimos. Se me reseca la nariz. Hace frío. No tiene mar. Es muy grande. Hay mucha gente. Hay mucha contaminación. Pero hay algo que está por encima de todo eso, hay algo que me hace sentir cómoda cuando estoy allí, hay algo que me provoca un subidón extraño, inexplicable y difícilmente superable. Y más ahora, que ya me empiezo a orientar un poco, que ya sé dónde están algunas cosas, que por algunas zonas me siendo cómoda yendo de un sitio a otro sin necesidad de consultar google maps.

A veces, en Madrid, no me siento invisible. Eso os sonará a chorrada, pero yo estoy acostumbrada a ir por la calle y que nadie me mire. Ni yo mirar a nadie. Y en Madrid me di cuenta de que había gente que me miraba. Gente con la que te cruzas y te mira a los ojos. Un chaval con el que te cruzas mientras va corriendo haciendo deporte. Otro en el metro. O simplemente cruzando un semáforo. La gente te mira a la cara, lo que parece extraño en un lugar tan grande y con tanta gente yendo y viniendo sin parar.

He tenido la suerte de viajar bastante a Madrid en los últimos tres años. Qué digo bastante, un montón. Si en dos meses, he ido tres veces. Han sido viajes de todo tipo: para ir a reuniones, para ir a exámenes y escapadas con amigos. Aunque no siempre he podido, he intentado aprovechar esos viajes, aunque fueran de trabajo, para hacer cosas que me gustan (cine, teatro, libros, visitas guiadas, ginkgos, tiendas, bares y restaurantes que me gustan) o para ver a amigos que viven allí (¡Hola!) o incluso que pasaban por allí, como yo. Y, a pesar de haber ido tanto últimamente, siempre me gusta ir, siempre hay algo nuevo que ver o siempre tengo la sensación (igual es sólo eso, una sensación) de que algo emocionante va a pasar. Y tengo una curiosa impresión, igual absurda, de que la vida me cunde más cuando estoy en Madrid.

Luego flipáis con que al afamado pianista le chifle Madrid. Si es que es normal que le chifle. Pero, a diferencia de él, yo no creo que pudiera ser feliz viviendo en Madrid. Pero yendo de vez en cuando, viajando allí de tanto en tanto, sí que lo soy.

En la foto, unas hojas cualquiera, en Madrid, hace sólo unos días.

jueves, 3 de octubre de 2019

lunes, 26 de agosto de 2019

El semáforo

De camino al trabajo, paso cada día por una calle de cuatro carriles que tiene un semáforo que siempre pillo en rojo. Inevitablemente. Y es inevitable porque vengo de otro semáforo que si pillo en verde (raramente), cuando llego al otro, ya está en rojo. Si lo pillo en rojo, cuando llego al otro, también está en rojo. Así, solo lo pillo en verde si el anterior lo pillo en rojo, yo estoy la primera en el carril y acelero lo suficiente (un poco mucho) para pasarme el semáforo en verde tirando a naranja. Sino, lo pillo en rojo.

Es decir, que paso cada día por una calle de cuatro carriles que tiene un semáforo que, si conduzco con normalidad y no acelero como un piloto de carreras, siempre pillo en rojo.

La peculiaridad de ese semáforo que regula cuatro carriles es que el carril de la derecha es para girar a la derecha y los otros tres para seguir recto. Yo sigo recto. La peculiaridad no es esa, es que el semáforo del carril que gira a la derecha se pone en verde antes que el de los que van recto. Y esta simpleza provoca innumerables situaciones curiosas y, frecuentemente, peligrosas. Porque la gente que va recto, ve una luz verde y acelera, sin darse cuenta de que el verde es sólo para los que giran a la derecha. Y cuando se pone ese verde, se pone también verde el de los que vienen de esa derecha y atraviesan por delante de los que esperan (o deberían esperar) a ir recto. Y claro, se arma un poco de lío.

He visto de todo. Gente que acelera y, cuando ve coches venir por la derecha, frena en seco y pone (supongo) cara de susto. Gente que acelera y pasa del resto del mundo, sigue recto como si nada y el que tiene que frenar en seco es el que viene de la derecha. Gente que acelera, frena, vuelve a acelerar, frena, da marcha atrás sin entender nada y, al mirar de nuevo el semáforo, comprende su fallo. Un día vi tres coches acelerando simultáneamente y tirando recto, mientras que los que venían de la derecha los contemplaban anonadados.

Yo, como igual habéis supuesto ya, tengo un máster en ese semáforo. Me lo conozco tan bien que, cuando se pone en verde para girar a la derecha, sé el tiempo exacto que falta para que se ponga en verde recto. Pero lo sé no en segundos, sino en instantes. Es decir, en una unidad inexistente e imaginaria, pero sé en qué momento exacto puedo poner el pie sobre el acelerador para que el coche arranque cuando el semáforo se acaba de poner en verde. En el instante preciso.

Aunque igual todo lo que acabo de escribir debería ponerlo en pasado. Porque las cosas han cambiado. Supongo que alguien descubrió el peligro que ese semáforo representaba. O mejor dicho, el peligro de la gente, incapaz de interpretar correctamente un semáforo que, por otro lado, es correctísimo. O igual ha habido algún accidente del que no me he enterado. Así que a alguien se le ocurrió una solución que, para mí, es brillante. Brillante, porque nunca se me hubiera ocurrido. Brillante por su simplicidad: Tan simple como convertir la luz verde de girar a la derecha en una luz naranja intermitente. Tachán.

Así, ahora, la primera luz que se enciende es naranja, para girar a la derecha. Si giras a la derecha, vas con cuidado, atientes para ver por qué esa luz no es verde, pero sigues tu camino (supongo que con cierta sorpresa, ya que no hay nada objetivamente peligroso). Si vas recto, te llama la atención y te fijas más en el semáforo, supongo, y así puedes detectar que tu semáforo, en realidad, sigue en rojo.

Desde que el semáforo funciona así, no he vuelto a ver a nadie acelerando en el semáforo antes de tiempo. Y, la verdad, que la solución haya sido tan simple me fascina.

miércoles, 19 de junio de 2019

Lluvia

Soñé que llovía.

Era una noche de mitad de junio, tanto en la realidad como en mi sueño.

En mi sueño, el cielo se encapotaba y empezaba a llover copiosamente. Me asomaba a la ventana y veía la lluvia caer en mi calle, como una cortina. Todo estaba oscuro y hacía frío. En la calle perpendicular a la mía, la lluvia se espesaba en forma de copos, casi etéreos, alargados, enormes. “Trapinos” los llamaría mi madre.

Corría hacia la cocina, y me asomaba a los patios de atrás desde las ventanas de la galería. Allí también caía nieve. De hecho, la nieve ya estaba cuajando y cubría algunos árboles que, en realidad, no existen. La gente reía y amontonaba nieve, se lanzaban bolas, y bailoteaban bajo los copos.

“No puede ser. Si estamos en junio”, pensaba yo.

El cielo seguía negro. Hacía frío. Seguían cayendo copos de nieve.

Me desperté, helada, envuelta en la sábana y en la colcha veraniega que apenas me resguardaban de ese sueño helado. “Menos mal”, pensé, “Solo ha sido un sueño”.

Y, aún así, tenía frío.

martes, 28 de agosto de 2018

Sin aliento

No recuerdo exactamente qué pasó. Sé que dijo o hizo algo. O simplemente, apareció. Sé que, fuera lo que fuera, me dejó sin aliento. Sé que me alejé todo lo que pude, tenía excusa para hacerlo. Salí de allí a paso firme, andando sin parar, bajando las escaleras con decisión. Y cuando llegué a un punto en el que sabía que estaba fuera del alcance su vista, me paré. No podía respirar. Me ahogaba. Respiré hondo, tratando de llenar los pulmones, de recuperar el oxígeno que no había entrado a ellos al quedarme sin aliento. Ojalá recordar qué hizo o dijo, pero de verdad que no lo recuerdo. Pero recuerdo la sensación de ahogo, el no poder respirar, el pensar en que no debería dejarme llevar por sentimientos tontos. Pero me ahogaba. Y entonces supe que había vuelto a perder la batalla.

martes, 27 de marzo de 2018

Luz

Hoy han cortado la electricidad durante unas horas en mi casa, por trabajos técnicos que tenían que hacer. No ha sido un corte inesperado, al contrario: hace días que la compañía había puesto un cartel en el portal, anunciando de un corte entre las 5:30 y las 8:30 de la mañana. Al cabo de unos días, apareció un segundo anuncio con los horarios de un segundo corte, el mismo día poco después. Pero el fin de semana pasado, desaparecieron ambos carteles.

Así, anoche me fui a dormir con la incertidumbre de si esta mañana habría o no luz. Suena a tontería, lo del corte de electricidad, pero ahora que hemos cambiado de hora, ni estar tan al este permite tener luz a las 5:30 de la mañana. Así que anoche dejé algunas cosas preparadas: la ropa para hoy, una linterna pequeña, una vela. Prepararme para ir a trabajar en total oscuridad no me parecía demasiado adecuado. No sé quién tuvo la brillante idea de cortar la luz a la hora de irse a trabajar, pero había que adaptarse. Que igual pensáis que oh, son vacaciones, no molestará tanto, pero no es así: en estas islas, las vacaciones escolares son la semana que viene, esta es una semana laboral normal. Corta, pero normal.

Esta mañana me he despertado casi una hora antes de que sonara el despertador, sobre las seis. Instintivamente, he mirado hacia mi radio despertador, esperando ver en sus números rojos la hora, pero solo he visto negrura. He comprobado la hora en el móvil y he comprendido que sí, que habían cortado la electricidad. He logrado dormirme y he tenido un extraño sueño en el que dormía en el comedor, en uno de mis sofás naranjas, junto a otras personas que conozco pero que ni siquiera me son cercanas o queridas. Soñaba que pasábamos la noche ahí, que me despertaba para ir a trabajar y que cuando me iba a duchar a la luz de las velas, tenía que pedir ayuda para sacar de la bañera algunas cosas que había en ella, incluyendo (agárrense) una bañera llena de agua.

Me he despertado en mitad del extraño sueño, gracias al despertador del móvil, el primero que suena siempre. Me he levantado rápido, porque sabía que el segundo despertador, la radio, hoy no sonaría. Y porque hoy, justamente hoy, tenía que ir antes a la oficina. Me he levantado y me he iluminado con una pequeña linterna, he encendido una vela y la he usado para iluminarme por la casa. No sabía cuándo iba a durar la pila de la linterna y sabía que la necesitaría después. Mientras me duchaba, me sorprendía de la luz cálida que emitía, de lo mucho que ilumina una simple llama, del silencio que había en la casa porque mi radio despertador no estaba en marcha.

No he desayunado, quería llegar pronto a la oficina y anoche preparé un bocadillo para comérmelo en cuanto tuviera tiempo hoy. Tampoco he hecho la cama. Cualquier cosa que hacía se complicaba por tener que ir paseando la vela conmigo a todas partes, así que lo he simplificado todo al máximo. Aún así, he perdido la cuenta de las veces que he tocado un interruptor de la luz que no ha encendido nada. En el baño, en la cocina, en mi habitación, en el pasillo. Sabía que no había electricidad, sabía que por muy oscuro que estuviera, tocar esos interruptores no serviría de nada, pero lo he seguido haciendo, instintivamente.

Al salir de casa, antes de las 7:30,
he apagado la vela, claro, y he encendido la linterna. Al cerrar la puerta, he oído como se cerraba otra en el piso superior. He bajado los cinco pisos iluminándome con la linterna, oyendo los pasos de alguien que bajaba solo unos escalones por detrás. También veía la luz de su linterna. Sabía que era un vecino, sabía que era alguien conocido, pero la oscuridad rota por nuestras linternas tintineantes es mala amiga de la confianza y he seguido bajando a buen ritmo, evitando que me alcanzara. No ha sido hasta llegar al portal cuando he visto que mi no-perseguidor era un preadolescente que vive en la planta de arriba, que salía también de casa, en la oscuridad, de camino al instituto, supongo.

Y toda esta tontería de la luz, de la electricidad, de ese ratito que he merodeado por casa como pollo sin cabeza, con velas y linternas, dándole a interruptores que no encendían nada, despistada, y un poco perdida, me ha parecido que es una buena metáfora de lo que es que se alteren cosas de nuestra vida, de nuestro día a día, de nuestro entorno, de nuestra gente. Una buena metáfora de lo que es perder unos referentes, perder algo que sabes que está ahí (si le doy al interruptor, se encenderá la luz), de lo incómodo que es, de lo confuso, de lo fácil que es cuando algo de nuestro entorno se altera; que sí, está claro, sigues adelante, te adaptas, pero vas un poco despistada, y un poco perdida. Como me siento yo a veces.

No sé si me explico.

En la foto, la vela iluminando mis baldosas de pececitos, en el cuarto de baño.

lunes, 12 de febrero de 2018

Vete a ver la ballena

Fui una niña inquieta y traviesa. Inquieta de no aguantar mucho tiempo sentada y traviesa de subirme a los árboles. Comía mal, muy mal. Con los años, he descubierto que no es que no me gustara comer, ni la mayoría de la comida, pero sentarme a la mesa era perder el tiempo que podría utilizar para hacer otras cosas. Cuando comía, me aburría. Y para entretenerme, a veces mi madre me dejaba levantarme de la mesa, ir a dar una vuelta por la casa y volver para seguir comiendo. “Anda, vete a ver la ballena”, me decía cuando empezaba con el repetitivo “ya no quiero más” que amenizaba día sí y día también nuestras comidas familiares. Así que yo me levantaba, me iba dando saltitos hacia el comedor, me imagino que salía al balcón si era verano o miraba a través de los cristales si era invierno, me entretenía observando cosas y, al cabo de un rato, volvía a la mesa, me sentaba y seguía comiendo más mal que bien.

“Vete a ver la ballena” era la frase mágica que me permitía escaquearme de estar sentada en la mesa y estar un rato a mi bola. “Vete a ver la ballena” es una frase de mi infancia, que siempre ha estado ahí, que nunca me planteé ni qué significaba ni si realmente alguien se creía que yo me iba a ver alguna ballena. Solo eso.

Hasta el otro día.

Porque el otro día, ojeando un diccionario Asturianu-Castellanu que los Reyes Magos le trajeron a mi madre (con cierto retraso), vi por casualidad la expresión en la entrada “ballena”, “Mandar a ver la ballena: expresión cariñosa o escasamente agresiva con que se manda a uno a paseo o se le manda alejarse para no molestar”.

Flipé.

Mi infancia en un diccionario.

Me encantó encontrarla, nos reímos mucho con la entrada que leí una, dos, tres o no sé cuántas veces. Me encanta lo de expresión “escasamente agresiva”, pero tengo que admitir que lo de “se le manda alejarse para no molestar” me ha abierto los ojos para saber lo que pasaba en aquellas comidas familiares: no es que se me permitiera un rato de diversión, de relax, de alejarme de las normas de estar sentada en la mesa comiendo, sino que se libraban de mí, me mandaban de paseo cariñosamente, para dejarles comer tranquilamente, sin mi cansino “no quiero más”. Y, ¿queréis saber la verdad? Tampoco me importa demasiado.

De hecho, creo que debería incorporar la expresión a mi vocabulario.

Vete a ver la ballena.

Si es que es maravillosa.

En la foto, la entrada del diccionario.

miércoles, 31 de enero de 2018

El último día de enero

Me afectan mucho las estaciones, el invierno sobre todo. Igual es que soy signo de fuego, pero prefiero pasar calor en verano que frío en invierno. Además del frío, del invierno llevo mal la reducción de horas de sol y por eso sólo quiero dormir, dormir y dormir. Ojalá ser un oso para poder invernar, del uno de diciembre al uno de marzo, por ejemplo.

Los meses del frío se me hacen lentos, especialmente de mitad de diciembre a finales de enero. Ese mes y medio parece que nunca va a acabar. Antes le tenía cierta manía a la Navidad, que podría justificar esta lentitud, pero ya hace tiempo que no, que decidí disfrutarla tal y como viniera. Pero aún así, estas semanas se me hacen largas.

Supongo que lo de final-principio de año no ayuda especialmente. Desde principios de diciembre, y yo diría que cada vez antes, nos machacan con resúmenes del año, las fotos del año, los tweets del año, los muertos del año…, pero aún quedan semanas para que acabe el año y parece que no va a llegar. Luego, con el Año Nuevo, se empiezan a hablar de propósitos, de planes, de qué hacer, de cómo mejorar tu vida, de cómo ser más feliz en el año que empieza, pero enseguida te das cuenta de que todo es una continuación de lo anterior, de que sigue siendo invierno y haciendo frío, de que el año parece que no acaba de arrancar. Esa es mi sensación en enero: el año no acaba de arrancar. Tienes por delante un año enterito, nuevo, con mil cosas para hacer, planes, perspectivas, ilusiones, pero la cosa no acaba de arrancar.

Lo más curioso de todo es que una vez pasa enero, todo se precipita. Te lanzas al año con locura, los días se empiezan a alargar, empiezas a estornudar por culpa del polen, te pegas el primer baño en el mar de la temporada, luego el último y ya estás comprando el turrón. Es así, los diez meses y medio restantes pasan como un suspiro, hasta volver a llegar a mitad de diciembre, sorprendida porque ya se está acabando un año que no hace tanto parecía que no acababa de arrancar, y uno nuevo va a empezar, pero ni uno acaba aún ni el nuevo empieza aún.

Y vuelta a empezar.

La foto, de la semana pasada en Pisa, no tiene nada que ver con el texto, pero me apetecía ponerla.

jueves, 16 de noviembre de 2017

Una hoja

Cerca del hotel en el que me alojo en Roma hay un Gingko biloba. O al menos eso creo. Lo intuyo porque el día que llegué, vi una hoja de este árbol en el suelo del patio del palazzo en el que se encuentra este hotel. He intentado buscarlo, al gingko, estos días, pero no lo he encontrado. Igual es que por las mañanas no estoy para paseos, pendiente de llegar a la reunión en la que estoy y por la tarde, cuando vuelvo, ya es noche cerrada y, aunque mire hacia arriba, no soy capaz de distinguir ningún árbol.

Así que estoy intrigada, sin saber de dónde vino esa hoja que, por cierto, no he vuelto a ver, ni ninguna parecida. Hay muchos árboles en esta zona, una colina de casas señoriales y pisos tranquilos, con muchos árboles; una zona residencial tranquila y agradable. Pero lo poco que he recorrido de sus calles ha sido en la oscuridad, volviendo de cenar y, como decía, no detecto fácilmente gingkos de noche. De día, un poco mejor.

Tal vez la hoja llegara desde el gingko que sí conozco, el que está en la entrada de la sede central de la FAO, a apenas 500 metros de aquí. No sé si el viento que hacía el domingo fue el responsable de traer esa hoja hasta aquí, no lo sé. Descubrí aquel gingko hace ahora un año, cuando también descubrí una hoja en el suelo, subiendo las escaleras de la entrada. Cuando la vi, miré hacia arriba y allí estaba, un gingko grande y bonito, en medio de dos pinos y que ilustra esa foto. Lo he visto así estos días, de lejos; a ver si mañana llego cinco minutos antes y me acerco un poco más.

Entrar en la sede central de la FAO es como ir al aeropuerto: hay que dejar lo que llevas en unas cintas que pasan un control y luego te metes en un cilindro de cristal, para pasar tú también el control. Hay gente de todas las nacionalidades, entrando y saliendo todo el día, subiendo y bajando los ocho pisos que forman el edificio, con varios bloques. Algunos, se pierden por ellos, nos perdemos por ellos, quería decir. Comemos en la cafetería del ático, con vistas impresionantes a esta ciudad que esta vez sólo veo así, desde el aire, oyendo hablar tal cantidad de idiomas que algunos no soy ni capaz de identificar. Salimos un rato a la terraza, a tomar un poco de aire frío otoñal, esquivamos las gotas de lluvia, intentamos distinguir el sol entre las nubes y nos reímos con el tipo que hace los cafés cuando empieza hablar de entrenadores y jugadores de la liga de fútbol española, a la vez que hace una recolecta para los pobres jugadores de la selección italiana que no van a ir al mundial. Cuando volvemos a la sala, a la reunión, nos perdemos casi siempre. Esto es un auténtico laberinto.

Y así pasan los días aquí, horas y horas encerrados en salas sin ventanas y con luz artificial, con nombres de reyes orientales o de países exóticos, hablando, discutiendo, aprendiendo, tratando de comprender nuestros mares, tratando de protegerlos. Los días se hacen largos, mucho. Ayer bromeábamos que parecía que llevábamos ya dos semanas aquí. Menos mal que aún tenemos humor para unas risas. Y para algo de pasta. O para una pizza. E incluso para algo de vino o alguna cerveza.

Menos mal.

martes, 29 de agosto de 2017

Ginkgos urbanos

Es bastante conocida mi afición por los Ginkgos biloba. O no, pero bueno, me encantan los ginkgos, me encantan. Hasta tengo ginkgos en casa, cuya historia ya conté aquí. Una de las cosas que me encantan es encontrarme ginkgos por las ciudades que visito. Porque, aunque no lo parezca, los ginkgos suelen formar parte de la flora urbana y no sólo aparecen en parques, como vi en Milán, sino que te los puedes encontrar en mitad de la ciudad, como he visto en Bruselas, San Sebastián o Roma.

En uno de los múltiples viajes opositores de este año a Madrid, paseando con Lady Boheme por la Quinta de la Fuente del Berro (un parque maravilloso, por cierto, desde que se ve el pirulí), descubrimos en el plano que indica los árboles que hay en el recinto, que había un ginkgo. Y allí nos dirigimos en busca de un ginkgo que, para mi sorpresa, descubrí que era el ginkgo más grande de todos los ginkgos que he visto en mi vida. Y he visto unos cuantos, de verdad. El árbol está en la zona sur del recinto y es realmente impresionante en altura y extensión. Es un árbol maravilloso al que no dudé en abrazarme (ejem, ejem, así soy, queredme) y al que me gustaría ir a ver a finales de algún otoño, cuando su inmensa copa esté totalmente amarilla, justo antes de que caigan sus hojas. A ver si lo consigo ver así alguna vez; de momento, me conformo con esto. Las fotos, por cierto, no hacen justicia de su inmensidad.






Esa misma noche y pensando en qué hacer al día siguiente, antes de coger el avión de vuelta a casa, me puse a investigar sobre ginkgos en Madrid. Y mira que tenéis ginkgos en vuestra ciudad, madrileños [*]. Dispuesta a hacer una ruta de ginkgos, me organicé la vida y empecé la jornada recorriendo la calle del Príncipe de Vergara, donde hay sembrado muchísimos ginkgos jovencitos en la mediana de la calle. Tras una parada técnica para desayunar cereales de colores con nubecitas y minioreos (un vicio confesable que he adquirido durante estos viajes), seguí mi ruta hacia el Parque del Oeste. Otro parque maravilloso. Allí encontré el ginkgo que iba buscando y después, paseando encontré unos cuantos más. Ginkgos y ginkgos. Me hice con algunas semillas que estoy intentando hacer germinar (sin resultado, al menos de momento) y descubrí otro sitio que me encantó: la rosaleda. Y ya de paso, acabé en el Templo de Debob.











Y ya que estamos, como bonus track de esta entrada de ginkgos, aprovecho para mencionar el ginkgo joven y pequeñito que encontré en el Parque Genovés de Cádiz, en un viaje de este verano del que ya hablaré otro día.


[*] Aquí podéis encontrar un listado de gingkos urbanos en nuestro país. No están todos los que son, pero supongo que sí que son todos los que están.

jueves, 10 de agosto de 2017

Anoche oí llover

Ayer por la tarde iba a prepararme para ir a bailar junto al mar (con bastantes pocas ganas, debo decirlo) cuando me sorprendió una extraña luz que se colaba por las rendijas de las persianas. Salí al balcón para comprobar que el atardecer brillaba con una luz especial, esa luz única que precede a una tormenta. “A ver si encima va a llover”, pensé. Y aunque mis pocas ganas de moverme de casa se juntaron con esa perspectiva, decidí salir igualmente por un motivo claro: la luz era espectacular y donde iba, allí junto al mar, podría serlo más aún.

De camino, con el coche, iba disfrutando de la luz variable de ese atardecer maravilloso, de esas nubes extrañas, coloridas y variables. Iba pensando en llegar rápido a mi destino para disfrutarlo, sin caer en la cuenta, todavía, de que no había cogido ninguna cámara decente para hacer fotos. Sólo llevaba el móvil.

Cuando llegué junto al mar, ya pude contemplar eso que esperaba, ese espectáculo de luz increíble que precede a la tormenta. Y me pasé mi buen rato ahí, disfrutando de las luces y sombras, intentando reflejar con la cámara del móvil una luz que, obviamente, no se refleja en todo su esplendor. Por el este, ya era de noche; por el sur, la negrura de la tormenta; por el oeste, el sol aún brillando, ya poniéndose.

Aún hechizada por el espectáculo de luz, me dirigí a mi destino final, caminé hacia la música y el baile. Y charlé y bailé y reí y charlé y bailé y reí y vuelta a empezar. En algún momento de la noche vi a lo lejos, hacia el sur, unos relámpagos tan nítidos como espectaculares. Ahí seguía la tormenta, aún lejos, pero ahí seguía.

Muchas canciones y un llonguet de trampó con sardinas después, volví a casa. El viento golpeaba los estores de la galería, así que me levanté a cerrar las ventanas: total, no hacía nada de calor, nada que ver con las últimas semanas en las que ni abriendo todas las ventanas de la casa se conseguía refrescarla. Me dormí rápido. Y me desperté dos veces, con el sonido de la lluvia. Ah, qué gusto el sonido de la lluvia. No oí truenos ni vi relámpagos, pero sé que los hubo.

Esta mañana me he despertado con la tranquilidad de no haber puesto el despertado. Era pronto, tampoco demasiado, pero me he quedado un rato en la cama, disfrutando de la necesidad de taparme con las sábanas, hacía fresquito. Tenía un vago recuerdo de haber oído llover por la noche, pero no estaba segura de si era realidad o sólo un sueño. Y ha empezado a llover, de nuevo. Y ahí he seguido, con los ojos cerrados, sabiendo que sí, en efecto, anoche oí llover. Y en esos momentos volvía a hacerlo. Y me he quedado disfrutando de esa lluvia no por esperada menos sorprendente y bien recibida.

Ah, el sonido de la lluvia en verano. Ah, el olor de la lluvia en verano. Qué pequeño gran placer.

Las fotos, de anoche, con el móvil.







domingo, 14 de mayo de 2017

Sal en la piel

Hoy me voy a dormir con sal en la piel, la sal del primer baño de la temporada.

Sí, lo sé, debería haberme duchado después de este primer baño pero son las once de la noche y por fin he acabado de hacer todo lo que quería hacer esta tarde (una maleta para un viaje, acabar de preparar unas presentaciones para unas oposiciones de la semana que empieza mañana). Es cierto que una siesta inesperada me ha robado parte de la tarde, pero ha sido una siesta tan inesperada como necesaria.

La cuestión es que hoy, a pesar de todo, me he dado por fin, el primer baño de la temporada.

Hoy, el día que debería estar viajando a Menorca para una semana de vacaciones que he cambiado por una semana en Madrid de oposiciones.

Al polen de las gramíneas les gusta esto. Me van a hacer sufrir esta semana, ya lo veréis.

Lo que decía, la cuestión es que hoy he vuelto al mar, he nadado un rato, más de lo que pensaba, en aguas cristalinas, no tan frías como creía, cuando todo, todo, todo, parecía indicar que no era el día más propicio para liarme la manta a la cabeza, o mejor, para coger la toalla y el bikini, e ir a la playa.

Pero lo he hecho, claro que sí. Porque entre las semanas que he dejado atrás y las que vienen por delante, necesitaba recargar pilar, cargarme de energía y enfrentarme a todo lo que está por llegar. Que ojalá sea mejor que lo que los augurios indican.

En la foto, cuando abandonaba ya la playa, después del primer baño. Lo he disfrutado tanto, tanto, que ni he recordado hacer una foto antes.

Ah, qué delicia de agua. De verdad.

martes, 4 de abril de 2017

Sofás naranjas

Tengo dos sofás naranjas en casa. La historia de mis sofás es graciosa, porque yo no pensaba comprarme ningún sofá; mi idea era quedarme con un sofá viejo que había en casa de mis padres. Pero un día, entré en una tienda de muebles en busca de una cama (sí que pensaba comprarme una cama) y vi dos sofás naranjas. Y me enamoré de ellos. Los quería. Pero yo iba a por una cama y no quería comprarme ningún sofá. Así que traté de ignorar la atracción.

Obviamente, no sirvió para nada. Obviamente, al cabo de un tiempo volví a esa tienda. “Quiero esos sofás naranjas”. El dependiente (no recuerdo si era ella o él) me sacó el catálogo y me mostró todos los colores. “Está en negro, en verde, en granate,…”. “Hm, sí, qué bonitos en granate… quiero los naranjas”. Y así fue como los sofás naranjas entraron a formar parte de mi vida.

Los sofás están colocados en forma de L. Uno de ellos, el de tres plazas, pegado al gran ventanal del comedor (yo puse ese ventanal, ah, qué tiempos aquellos en que mi padre y yo nos dedicábamos a cambiar ventanas y otras chapuzas caseras). El otro, de dos plazas, en paralelo. Entre ellos, una esquina francamente saturada. Una lámpara de pie, de esas que se pueden regular la intensidad de la luz, de la que cuelga un búho hecho de una madera muy ligera, que compré en un puesto de carretera a la salida del Parque Nacional de Etosha, en Namibia. Un poto, una planta verde trepadora, que era diminuta cuando la llevé a casa y que ahora crece alegremente por la barra de las cortinas y por la misma lámpara. Un pequeño estante pegado a la columna que hay, donde reposa el teléfono, dos botellas que en su día contenían raki (¿o era ouzo?) y que me traje la última vez que estuve en Creta, rellenas de piedrecitas naranjas y verdes y esta caricatura de Star Wars (hecha por Cristina Torbenilla y que gané en un sorteo). En la columna, hay un reloj de forma alargada, cuyos números irregulares son vinilos que están pegados en la pared. Un cuadro junto a la ventana, con una frase de “El Principito” (“Lo esencial es invisible para los ojos”). En el suelo, varias bolsas de papel con proyectos tejeriles a medio hacer. Sí, definitivamente es una esquina muy concurrida.

Me encanta ese rincón de la casa, me encantan esos sofás naranjas, me encantan cómo contrastan con la alfombra (verde) y con la pared de enfrente (también verde) y cómo hacen juego con la mesita que está sobre la alfombra (oscura, con cristales naranjas de adorno). Mis sofás naranjas son mi lugar bonito. A ellos voy cuando me encuentro mal, cuando estoy enferma, cuando soy feliz, cuando quiero descansar, cuando quiero leer, cuando hablo por teléfono, cuando tejo. En ellos paso las noches que no duermo. No, no sufro insomnio, pero en las ocasiones que me despierto por la noche por algún motivo (dolores menstruales y de garganta, normalmente) y no me puedo dormir, me voy a mis sofás. Mis sofás naranjas me dan una tranquilidad que no me da la cama. Me siento acogida y tranquila. No me pongo nerviosa si no duermo por el dolor (como sí que me pasa en la cama) y puedo encender la luz a una intensidad tan, tan suave que casi estoy a oscuras, poner la tele con poco brillo y menos sonido y dejarme embargar por esa sensación de paz que me dan. Y me duermo.

Cuento esto porque he pasado algunas de las últimas noches durmiendo en esos sofás. Culpa de mi garganta y de despertarme a horas intempestivas con una tos tan fuerte que parecía que se me saldrían los ojos. La primera noche, después de intentar volver a conciliar el sueño en la cama, acabé en el sofá. Y me dormí. Luego siguieron algunas noches más, en las que directamente me quedaba en los sofás. Una o dos. Bueno, igual tres. Que no es lo suyo, eso de dormir en el sofá en vez de en la cama (ah, con mi edredón ma-ra-vi-llo-so), pero lo he hecho. Anoche no, anoche me comporté como la adulta que soy y dormí, de nuevo, en la cama. Y sí, es cierto que me desperté a horas intempestivas tosiendo, pero estaba tan cansada que me di la vuelta y seguí durmiendo. Igual es que me estoy poniendo mejor.

Y hoy me apetecía hablar de mis sofás naranjas y mi rincón bonito porque Facebook me ha recordado que hoy hace siete años que me mudé a esta casa. Cómo pasa el tiempo.

En la foto, mi rincón bonito. Se ve un poco uno de los sofás, pero el color no le hace justicia. Es mucho más bonito al natural.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Cosas que debería haber hecho esta tarde, pero que no he hecho porque estaba durmiendo la siesta

Poner dos lavadoras y una secadora.

Montar el árbol.

Colocar los adornos de Navidad.

Preparar algo de comer para la fiesta de final de trimestre de mis clases de lindy hop.

Recoger ropa desperdigada por varios rincones de la casa.

Estudiar.

Preparar la maleta para el último viaje del año.




Y encima, me duele la garganta.

domingo, 20 de noviembre de 2016

En el aeropuerto de Frankfurt

Tengo la sensación de que el amanecer me ha perseguido durante varias horas. Es lo que tiene viajar hacia el oeste a primera hora de la mañana. Aunque lo correcto sería decir noroeste. Tengo que apresurarme para bajar del avión: entre que me he despistado leyendo y que el chaval que está sentado en mi fila sigue dormido, bajo del avión casi la última. Acabamos de aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt, un aeropuerto de los que yo califico como “no me gusta”. Son casi las nueve de la mañana según mi reloj, casi las ocho en realidad aquí. Y ya llevo casi cinco horas despierta.

Miro en las pantallas por si aparece mi vuelo, pero es una tontería, quedan más de cinco horas para que salga. Luego recuerdo que llevo ya la tarjeta de embarque y compruebo que sí, efectivamente, ya aparece en él mi puerta de embarque. Por una vez, no tengo que cambiar de letra, ni recorrer esos largos pasillos subterráneos que tan poco me gustan de este aeropuerto. Llego al control de pasaportes y pierdo de vista al búlgaro interesante con un tic en un ojo con el que he compartido vuelo. Me dirijo a la zona en la que es un control automático, donde mantengo una absurda conversación sobre la necesidad (o no) de llevar pasaporte si me estoy moviendo por Europa. Al final, acepto que si quiero pasar por la máquina, tengo que sacar el pasaporte que llevo en la mochila. La máquina lo escanea, me deja pasar pero una pantalla me detiene para hacerme una foto. Sonrío absurdamente, tanto por la gracia que me hace que me hagan una foto en el aeropuerto como porque, en las fotos, me veo mejor sonriendo.

Cambio la hora del reloj y empiezo a pensar en qué hacer en las cinco horas que me quedan. Podría salir del aeropuerto e ir hasta la ciudad, pero ya lo hice una vez. Estuvo bien, pero entre el sueño y las cuatro horas de ayer en coche (en parte conducido por el chófer que se dormía, en parte por la colega italiana que se percató del tema y exigió conducir ella) no me apetece demasiado moverme de aquí. Y la pereza que me da volver a pasar el control de seguridad. Paseo por alguna tienda, buscando las salchichas que más tarde compraré para llevar a casa y descubro una tienda en la que venden Lamys.

Camino durante un buen rato, primero por la zona de las tiendas, luego en sentido contrario a mi puerta de embarque y decido que tal vez debería cambiar mi calificación de este aeropuerto. Hoy un “me gusta” me parce más adecuado. Observo a mi alrededor, la gente, las tiendas, los lugares, tratando de decidir qué quiero hacer. Creo reconocer una cafetería en la que una vez compré algo. Debería encontrar un lugar para cambiar la moneda búlgara que aún llevo en el bolsillo. He gastado poquísimo en este viaje. Es lo que tiene pasarte el día encerrada en un hotel trabajando, durmiendo, comiendo y hasta nadando. Cambio de sentido y voy hacia la zona de mi puerta de embarque y la paso de largo. Recuerdo que una vez me crucé con Ángela Molina en un aeropuerto alemán, juraría que en éste. Al cabo de un rato reconozco la zona en la que me crucé con ella: sí, era este aeropuerto.

Descubro una zona prometedora: asientos de esos en los que puedes estirar las piernas y enchufes. Pero quiero un asiento junto a la ventana y junto a los enchufes… anda, hay uno. Me siento, enchufo el móvil, enciendo el portátil y busco wifi gratis. Ahora hay wifi gratis por todo, incluso en la tienda-gasolinera en la que nos paramos anoche, a medio camino entre Burgas y Sofía, cuando pedimos al conductor que parara porque no queríamos seguir arriesgándonos a que se durmiera al volante. El sol ya está alto, a ratos aparece entre las nubes, todo un lujo después de una semana casi sin verlo.

Aún no tengo muy claro en qué voy a matar las horas que me quedan. Podría dormir. Podría leer. Podría actualizar mi currículo para las opos. Podría estudiar para las opos. Podría revisar un artículo que tengo a medio revisar. Podría ponerme al día leyendo blogs que hace semanas que no leo. Podría, simplemente, observar a la gente. Pero de momento no quiero hacer nada de eso, sólo dejar pasar el tiempo, las horas, en este paréntesis que es hoy mi vida, que es siempre el día del viaje, de la vuelta, acabando de digerir lo vivido en la última semana, los viajes de las dos últimas semanas; preparándome para volver a la normalidad a partir de mañana. Estoy en el descanso de un partido, esa es la sensación que tengo. En un impasse. Ayer no importa, mañana tampoco. Así que escribo, porque eso es lo que me apetece hacer en este momento intermedio.

En un rato me levantaré, caminaré otro rato, pasearé por las tiendas, pensaré en historias que podrían estar pasando en este aeropuerto que hoy me ha resultado sorprendentemente inspirador. Tomaré algo en alguna cafetería, leeré un rato, cambiaré las levas búlgaras que aún llevo encima y buscaré otro rincón donde sentarme un rato antes de comer algo y subir al avión que me llevará a casa.

Pero ahora sólo estoy aquí, sentada, mirando por la ventana, cargando el móvil y escribiendo.

En la foto, el amanecer persiguiéndome poco antes de aterrizar en el aeropuerto de Frankfurt.

jueves, 15 de septiembre de 2016

Entre Kiel y Hamburgo



He tenido que venir hasta Alemania para enamorarme de un nórdico.

O mejor dicho, de una funda nórdica.

Fue la primera noche. Volvía a pie hacia el hotel, desde la recepción a la que nos habían invitado (y en la que también estaba el Príncipe Alberto de Mónaco y yo ni me enteré –pero aprovecho para rememorar LA anécdota). Iba sola, porque aunque viajé con otros colegas del trabajo, estamos todos dispersos por distintos hoteles de la ciudad (gracias, Viajes Aguilucho). Pasé por delante de una tienda de camas y la vi. LA FUNDA NÓRDICA. Me flipó, me encantó tanto, que le hice una primera foto, ahí, en la oscuridad. Los siguientes días he pasado cada día por delante de la tienda, voluntariamente o no. He mirado la funda, la he fotografiado, he apuntado la web de la tienda y hasta la marca de ropa de cama a la que pertenece y, después de meditarlo un poco, he decidido que lo cara que es compensa por lo bonita que es. Porque siempre que he pasado por delante, estaba cerrada (es lo que tiene estar de congreso), así que ni he podido entrar a verla de cerca o incluso comprarla. Porque igual la hubiera comprado. Pero aunque la medida que tiene no es la de mi cama, ni siquiera he tenido la oportunidad de entrar a averiguar si existe en la medida que yo quiero.

¿Qué tiene esta funda nórdica que me ha provocado este enamoramiento repentino? La verdad es que no lo sé. Creo que quedaría perfecta en mi cuarto. Eso es todo. Le pega. Me pega. Y me recuerda a las telas africanas, a las telas namibias. De hecho, esta ciudad me recuerda mucho a la Namibia urbana que conozco (ciudad de calles anchas, casa bajas y bonitas), aunque en realidad es justo lo contrario, debería ser Namibia la que me recordara a Alemania.

La cuestión es que la funda es maravillosa. Pero se ha quedado ahí, es un escaparate de Kiel mientras yo escribo (y publico) esto en un autobús (con wifi gratis) de camino al aeropuerto de Hamburgo. Y, oye, me da pena.

A veces encuentras lo que buscabas donde menos te lo esperas, cuando menos te lo esperas. Incluso cuando ni siquiera sabías que lo estabas buscando.

Pero también a veces, por mucho que desees algo, no puedes hacer otra cosa que dejarlo marchar. No queda otro remedio.

Lo que no puede ser, no puede ser. Y además, es imposible.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Recostruyendo tobilleras

El otro día, en clase de lindy hop, el profesor dijo: “Hay ahí en el suelo una pulsera esparcida por todo”.

No era una pulsera, era mi tobillera greco-namibia.

Ya conté (en versión resumida) la historia de mi tobillera greco-namibia aquí. Es una tobillera a la que le tengo mucho cariño porque aúna cuentas originariamente rosas que compré en una isla de aguas cristalinas al sur de Creta, con cuentas blancas que son trozos de huevo de avestruz que compré en Namibia. La tobillera original cretense se me rompió (y perdí gran parte de las cuentas) a los pies de un faro namibio, por lo que esa combinación greco-namibia siempre me ha parecido de lo más adecuada.

Y claro, ver esparcidas cuentas griegas y namibias por el patio del instituto donde hacemos las clases de swing me partió el alma. Con ayuda de algunos compis, las recogí todas, o casi todas, con la mente ya puesta en reconstruir la tobillera. Tras darle algunas vueltas, decidí mejorarla tobillera y ponerle unos cierres (porque, al contrario que la tobillera original, ésta me la quito en invierno, me molesta dentro de los calcetines).  No sólo eso, decidí seguir aumentando el aura emocional de la condenada tobillera y utilicé para unir las cuentas hilo que me traje del Festival de Primavera. Parte de estos hilos, de hecho, me los encontré como regalito una mañana, perfectamente ordenados en mi zona de trabajo.

Así que ahora tengo una tobillera greco-namibia-oliveria.

El día que la pierda, voy a llorar lo que no está escrito.

miércoles, 20 de julio de 2016

Cruzando el canal

Llego al puerto casi hora y media antes de la hora de partida, como indica la tarjeta de embarque. Me duele la cabeza, no he dormido demasiado bien y hace mucho calor. El termómetro del coche ha marcado más de 36º en el centro de la isla, de camino aquí. Conozco el puerto, hace menos de cuatro meses que hice la misma ruta, aunque con otro barco. Aparco en la zona habilitada para los turismos que tienen que embarcar y voy a la terminal marítima, al baño. Un grupo de estudiantes con mochilas se despiden alborotados de sus familiares. Me descubro a mí misma deseando que no hagan demasiado ruido en el barco, pero enseguida me doy cuenta de que viajan en el de otra compañía. Es verano y aunque el número de navieras que operan entre islas es limitado, tienen una variedad de horarios más amplia que fuera de temporada y a precios más que competitivos.

Vuelvo al parking. Un trabajador de la naviera con chaleco fosforito me pide las tarjetas de embarque y el documento de identidad. “Empezamos a y media.”, me dice, “Mejor ponte a la sombra”. Le hago caso y me siento en el asfalto, a la sombra. Tardo un momento en darme cuenta de que debería preocuparme más por la temperatura de las muestras que llevo en una nevera en el maletero del coche que por mí misma, pero me convenzo de que con las placas frías que le he puesto aguantarán bien. Además, quedan sólo quince minutos para embarcar. Así que me acomodo y saco mis agujas: a ver si acabo de una vez el delantero de un jersey a rallas de algodón que ya tengo ganas de estrenar. A mí lado, varios señores menorquines comentan entre ellos de dónde son y si conocen a tal y cuál persona de sus respectivos pueblos. Y sí, claro, les conocen. Menorca es una isla pequeña.

Cuando se acerca de nuevo el tipo de la naviera, le sueltan una broma “¿Qué? ¿Embarcamos ya? A este paso la chica va a acabar el jersey”. Nos reímos todos y les digo que sí, que por favor tarde un poquito más en dejarnos embarcar, que estoy a cuatro vueltas de acabarlo. El de la naviera dice que hasta que no sea la hora no podemos subir, “luego los de la Guardia Civil nos riñen”. Así que esperamos religiosamente, yo tejiendo y los señores con su conversación. Al final, nos invita a ir a los coches cuando pasan unos minutos de y media. “Pobre chica, ¡no ha acabado el jersey!”. Maldigo. Estoy a una docena de puntos de cerrar la espalda y tengo que dejar una vuelta a medias, sin acabar, hasta que llegue a bordo.

Es la primera vez que subo en ese barco y me sorprende lo pequeño que es el garaje. Más trabajadores con chalecos fosforitos indican a los conductores cómo maniobrar para dejar los coches aparcados adecuadamente. El que va delante de mí tarda una barbaridad, o eso me parece. Cuando me toca, pienso que igual el tipo que me indica está pensando “Vaya, una mujer”, pero si lo piensa, no da señales de nada, me da un par de indicaciones (odio que me den instrucciones para aparcar, que lo sepáis, pero disimulo) y cuando apago el motor se acerca al coche. “Freno de mano y…”, “Dejo una marcha, ¿no?”, decimos a la vez.

Sigo las indicaciones hasta el salón de las butacas, recorro el barco que, efectivamente, es pequeño. ¿Me siento a babor o a estribor? No sé por qué, siempre me siento a estribor y luego me arrepiento. Recordádmelo para la próxima vez. Obviamente, me siento a estribor, en unas butacas que tienen delante una mesa. Saco el ordenador y lo enciendo. Tengo el patrón de las mangas del jersey en él y quiero mirarlo ahora que estoy a punto de acabar el delantero. Uno de los señores con los que he bromeado en tierra se me acerca y charlamos un rato. “Eres de Mallorca, ¿verdad?”. Y él de Menorca. Los acentos nos delatan. “Ya puedes acabar el jersey, ¿eh?”. Reímos.

El barco está prácticamente vacío. No se llenará demasiado, pero aún subirán los pasajeros que viajan sin coche. Hay sitio de sobra para viajar amplia y cómodamente. Acabo el delantero del jersey, estudio cómo hacer las mangas y me dio cuenta de que he dejado hilo de otro color en el maletero del coche. Vaya. Las mangas tendrán que esperar.

El rugido de los motores indica que vamos a partir. Mientras maniobramos, un pesquero entra a puerto. Me sorprende y miro el reloj, es un poco pronto para que vuelva. Salimos del puerto y el barco enseguida coge velocidad. Menos mal que hay buena mar. Desde mi asiento de estribor, me levanto para atisbar por las ventanas de babor otros dos pesqueros. Flota amiga. Le mando un mensaje a uno de los patrones, pero nos quedamos sin cobertura antes de que el mensaje salga. Recuerdo la conversación que tuve ayer con él sobre la súbita (y misteriosa) desaparición de la gamba roja en la pesquera más importante de Mallorca para esta especie en esta época del año. Y sigo dándole vueltas al tema. ¿Qué ha pasado con la gamba? Las muestras que llevo en el maletero las capturó ayer ese patrón con su barca. Sonrío por lo viajeras que han salido esas muestras.

Decido que es hora de hacer algo productivo y me pongo a revisar el trabajo de fin de grado de un estudiante. Pero estoy en el mar y cuando estoy en el mar estoy feliz y me cuesta concentrarme. Aún estamos muy cerca de Mallorca. Vamos adelantando a otro barco que está haciendo nuestra misma ruta. Los niños que llevo al lado me recuerdan a otros niños que no conozco pero de los que me han hablado mucho. La señora de delante duerme recostada sobre la ventana. En la tele emiten algo con pinta de antiguo y subtitulado (no llevo las gafas puestas, no puedo decir más). Miro el mar. Hay algunos borreguitos, nada grave, pero a la velocidad que vamos se nota el balanceo. Me río pensando en las biodraminas que mi madre me ha ofrecido no una, ni dos, sino hasta tres veces. “Que yo soy una loba de mar”, le he contestado tantas veces como me ha ofrecido.

Una loba de mar que se marea a veces, pero eso no se lo digáis a nadie.

La foto es de esta tarde, cruzando el canal.

lunes, 6 de junio de 2016

La cinta roja

- ¿Necesitas algo? -me dijo.

- No -le contesté yo-, creo que no.

- Piénsalo. Voy al centro comercial de aquí al lado, así que aprovecha si quieres algo. Yo te lo traigo

- Venga, ya que vas, tráeme una cinta para las gafas.

- ¿Una cinta? ¿Cómo la quieres?.

- No lo sé, tipo deportiva.

- ¿De qué color?

- Me da igual, confío en ti.

Y me trajo una cinta roja, claro. Roja, mi color favorito. Hice bien en confiar. Qué bien me debía conocer.

Entonces, yo llevaba unas gafas rojas, pero ahora ya no las llevo. Ahora, tengo un coche rojo, entonces aún no lo tenía.

Normalmente, no uso cinta para las gafas, sólo cuando voy al mar. La uso para las gafas de sol, puede ser muy cruel el sol primaveral en alta mar, así que siempre llevo las gafas encima, colgadas del cuello con una cinta o puestas.

La cinta roja me ha acompañado en el Festival de Primavera unos cuantos años. Pero el año pasado no fui capaz de encontrarla, así que me compré otra, negra. Al volver del mar, encontré la roja y la guardé a buen recaudo, aún estaba en buen estado. Antes del primer Festival de Primavera, la recuperé, pero me pareció que ya estaba demasiado dañada para aguantar dos Festivales de Primavera, así que me llevé la negra. No me gusta la cinta negra, la encuentro un poco corta y, el segundo día en el mar, ya se me rompió, o medio rompió. Así que he decidido usar la cinta roja para el Festival de Primavera que empieza mañana. Y, a la vuelta, me desharé de las dos. De la negra, porque está estropeada. Y de la roja simplemente porque creo que ha llegado el momento deshacerme de ella.

En la foto, la cinta roja.

domingo, 5 de junio de 2016

Estos días

Ayer me probé unas bermudas de runner.

Y no lo digo yo, lo decía un letrerito en el estante. Al final no me las compré, porque no eran fosforitas. (Esto viene del chiste ¿Qué es un runner? Un corredor fosforito. JAJAJA). Acabé comprándome dos bermudas que no eran de runner por la mitad (ambas juntas) de lo que costaban las que eran de runner.

Pero eso no es, ni mucho menos, lo más emocionante que me ha pasado últimamente.

Bueno, igual sí.

No, no.

Me he presentado por primera vez en mi vida a unas oposiciones, lo que me ha llevado a un viaje relámpago a Madrid (qué injusticia vivir en una isla en situaciones así, cuánto, cuánto dinero hay que invertir para ir a un examen). He superado la primera fase, por lo que tengo que volver a Madrid en un viaje mucho más relámpago y más complicado (y caro), porque estaré en mitad del Festival de Primavera. Pero esa ya es otra historia que no pinta nada aquí.

Ir a Madrid significó el ataque de alergia más severo que he sufrido en los últimos años. Pero también significó poder ir a su Feria del Libro (eh, ¡qué grande!), a esta exposición, ver la Cibeles desde arriba, ver a algunos colegas de trabajo que hacía tiempo que no veía y, sobre todo, re-encontrarme o conocer a algunas tuiteras-blogueras estupendísimas y maravillosas. Gracias, chicas, fue maravilloso compartir un rato con vosotras, espero volver a veros pronto.

Y con eso me quedo, con la gente. Porque al final, lo más importante, lo más válido y lo más maravilloso de nuestra vida es la gente que nos rodea, la gente que escogemos que nos rodee. Y es igual si esa gente es alguien con quien has crecido o alguien que has conocido a través de redes sociales o blogs o alguien que se ha cruzado en tu vida laboral.

Yo lo he visto estos días, lo he notado y me he sentido tan arropada, tan querida y han estado tan pendiente de mí gente tan diferente, que he conocido en ámbitos tan variados, que es imposible no gritar a los cuatro vientos ¡GRACIAS! Recibir mensajes de tanta, tanta gente, desde la vecina de dos pisos más arriba hasta de alguien que está a miles de quilómetros preguntando qué tal ha ido es… uf, es indescriptible. Porque al final lo de menos es ganar o perder, ser primero o último. Lo importante es eso, es la gente, la gente que te quiere, que se preocupa por ti. Levantarse feliz o triste, alegre o cabreada, pero recibir mensajes, palabras, llamadas dándote ánimo, preguntándote y, sobre todo, estando ahí, a tu lado. Aunque sea en forma de tweet, aunque sea en forma de mensaje en el móvil, aunque sea en forma de abrazo.

Todo vale, todo sirve, para sentirte querida y apreciada.

Y yo lo he sentido, y mucho, estos días.

De verdad.

Gracias a todos.

La foto, la Cibeles, desde una perspectiva que nunca pensé que vería.