domingo, 3 de julio de 2016

En tierra

Vuelvo al blog después de casi un mes… Un mes en el que me he pasado quince días en el mar, interrumpidos brevemente por un viaje relámpago a Madrid. Estar en tierra, después de quince días de mar, es siempre raro. Y, como siempre después de un Festival de Primavera, la melancolía es directamente proporcional a la felicidad que has vivido en el mar.

Y yo, en este Festival de Primavera, he sido muy feliz.

A pesar de todo.

Por eso supongo que me está costando más de habitual volver a la normalidad. O igual no. Igual siempre me cuesta mucho, pero recordamos con mayor claridad las cosas más recientes.

Las dos semanas en el mar fueron días de mucho trabajo, de muchas preocupaciones, de algunos quebraderos de cabeza. Pero de muchas cosas buenas también. Y, una vez más (y perdonadme si me repito) me quedo con una cosa: la gente. La maravillosa gente que me ha rodeado estos días.

“Rodéate de gente bonita”, me dijo alguien, no hace mucho.

He tenido la suerte de estar rodeada de gente muy bonita estos días. Cuarenta y dos personas bonitas que han conseguido que este festival sea un éxito. Y no hablo sólo de objetivos científicos cubiertos.

Resumir estas dos semanas es siempre difícil, siempre. Pero yo lo sigo intentando. Y, sabiendo que seguramente he olvidado ya algunas cosas, me quedo con todo esto:

La primera reunión con el personal científico, aún antes de salir al mar, yo con las pilas bajas pero riendo por culpa de varios miembros de la tripulación que me hacían bromas a través de los portillos. Llevar un día en el mar y sentirme como si llevara una semana. El espectáculo de delfines en proa. Los abrazos de recibimiento. Los cuatro cafés que me tomé. Cuatro, señores. Cuatro veces más que en todo el año pasado. Romper dos artes en cinco días, hacer cuentas y comprobar que, a ese ritmo, no acabábamos el festival. Hacer una pulsera como regalo de cumpleaños. Las fiestas privadas en mi camarote. Las conversaciones interminables a horas intempestivas. Celebrar dos cumpleaños a bordo. Desembarcar en zodiac para un viaje relámpago a Madrid, con todo el barco despidiéndome. Estar en Menorca media hora, sólo media hora, el tiempo que tardé en bajar del avión y llegar al puerto para subirme al barco, donde ya esperaba el práctico. Salir del puerto de Maó disimulando las lágrimas de rabia e impotencia en los ojos (fue un sueño bonito mientras duró), mientras a tu alrededor reina ese silencio extraño del día después de pasar una noche en tierra. El cigarro que casi me fumo y que, al final, se transformó en caramelo de menta. Ah, los caramelos de menta, también llamados caramelos del amor. “¿Quieres kiwis? ¿Y kakis? ¿No andarás en la droja?” y todas las coletillas del monólogo de Carlos Blanco repetidas hasta el infinito y con las que nos reímos una y otra vez, una y otra vez. Guiris que me persiguen por el barco para que haga más muestreos de los suyos. El hilo de colores para hacer pulseras. Las historias de mar que me cuenta la tripulación y que me dejan con la boca abierta. Olvidarme de bajar la persiana del portillo y despertarme por culpa de la luz al amanecer, repetidamente. Caer en la cama, rendida y entrar en coma, directamente, en un sueño tan profundo y tranquilo como nunca lo tengo en tierra. Las lecciones para aprender a unir cabos haciendo gazas y nudos culs de porc. Y los deberes. Bajar a la cubierta de trabajo de los científicos y verlos currando como locos y riendo sin parar. Descubrir que las ralladas mentales que a veces provoca el mar son más comunes de lo esperado. Conversaciones por radio con pescadores amigos. El atardecer en proa, frente a la costa norte mallorquina, con el mar en calma y todo el equipo científico por allí, disfrutando del momento. Las capturas inesperadas: un atún rojo y un ánfora casi intacta. El torneo de futbolín, de los más concurridos que recuerdo. Recorrer el barco repartiendo chocolatinas. El bocata Oliver. Barcos que navegan haciendo eses a horas intempestivas, bajo la luz de la luna llena. Esquivar boyas. El insignificante accidente laboral, que me ha dejado una marca en la rodilla que, intuyo, me durará todo el verano. La cena en popa, con todo el mundo. El negrito, ese gran desconocido, ay, qué delicia de pescado. Mi rincón favorito del barco. Las vistas espectaculares de estas islas maravillosas. Conversaciones políglotas en el comedor: castellano, catalán, gallego, inglés, alemán. Se habla de todo en este barco. Los atardeceres en el mar. Los días de buen tiempo. Los días de mal tiempo. Levantarte cada día pensando que no quieres estar en ningún otro lugar. Sólo en el mar.

Ay, el mar, siempre el mar.

Las fotos son de esos quince días de mar. Y el vídeo, como bonus track, el espectáculo siempre sorprendente, maravilloso y mágico de delfines jugando en la proa.














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