jueves, 31 de diciembre de 2015

2015

Hoy se acaba el año, se acaba 2015.

No puedo quejarme de este año, la verdad. Creo que ha transcurrido razonablemente bien para mí, sin grandes tragedias, ni dramas, ni desastres. Empezó con una faringitis de campeonato, pero la salud me ha respetado bastante. Ahora que me he rendido a la medicina tradicional china, creo que mis defensas están mejorando. O eso quiero pensar. Tampoco puedo quejarme de la salud de los que me rodean; vale, no ha sido todo un camino de rosas, pero hemos ido superando las cosas que han ido apareciendo. Los hospitales cada vez me gustan menos, pero hay cosas con las que no queda más remedio que aprender a convivir.

Ha sido un año bueno, decía. Si no he recontado mal, he viajado once veces por motivos laborales (cinco de ellas a Roma) y dos veces por placer. Creo que ha sido el año (en los últimos tiempos) que en menos países extranjeros he estado: Italia, Francia y Bélgica. Y ya.  Me sigue flipando viajar, me encanta viajar, pero también me encanta los períodos que paso sin viajar, disfrutar de mi rutina, de mi vida, de mi gente. Este año el equilibrio ha sido bastante sensato. He descubierto lugares que se me han grabado en la mente, como el cementerio aconfesional de Roma o la cascada en un río de Sant-Laurent-le-Minier. He estado en sitios donde nunca había estado. He estado en Mallorca, Menorca, Ibiza y Formentera. He pasado un mes y pico en el mar. He disfrutado mucho, mucho de estar en el mar.

He leído quince libros, cuatro en inglés. He visto poco cine, muy poco. Me he enganchado a unas cuantas series. Ha sido el año que he escrito menos en este blog, pero aquí sigue, aquí sigo y que esto siga durando. He ido al teatro y a conciertos. Le recogí el micrófono que se le había caído al suelo a Oliver Stone (y me dijo “Thank you, madam”). Me hice una foto con David Ordinas y otra con Abel Folk. Me he vuelto loca bailando swing. Ahora sí, ahora por fin ha llegado ese momento en el que bailo y bailo sin preocuparme si lo hago bien o mal, sólo lo disfruto.

He tejido bastante. Una chaqueta de bebé, tres jerséis, un par de mitones, unos patucos, un cuello, una cesta, una bufanda, una manta y parte de otra. Igual más cosas que no recuerdo. He pasado de tejer sola a tejer acompañada: virtualmente en grupos de facebook y personalmente con un grupo de tejedoras de los jueves. Tejer es mi súperpoder. Ja.

Este año ha sido la primera vez que no he votado en unas elecciones, pero no porque no quisiera, sino porque un viajes inesperado me impidió ir a votar. La segunda vez sí que voté. Y con todas mis ganas.

He visto caer granizos como piedras a finales de verano, que me abollaron el coche. He visto más trombas de aguas sobre el mar que en toda mi vida anterior. He visto tantos cetáceos en libertad que ni me lo podía creer. He plantado guisantes y zanahorias. Me he enamorado, cada día, de mi jardín de gingkos.

He despertado. Con despertar me refiero a que no me siento la ameba que era en años anteriores. Tengo el corazón tranquilo, no me he enamorado, no me han roto el corazón, pero ha estado alegre, está alegre por mil y una chorradas. Y lo siento vivo, vivo como hace mucho que no lo sentía. Creo que esto de la acupuntura me ha dado una energía y vitalidad que necesitaba. O igual es que ya tocaba esto de sentirse así de bien.

No creo que me equivoque al decir que he reído mucho más de lo que he llorado este año. He reído mucho, mucho. He pasado ratos maravillosos con gente que quiero, con amigos, con familia, con colegas. Y eso ha sido lo mejor de este año: estar con la gente que quiero, reírme con ellos, hablar, charlar, cotillear, tomar cañas, vinos, copas o lo que sea, bailar. Y ahí también incluyo a la gente que conozco sólo en esta vida 2.0 que no es que sea una vida paralela a la 1.0, sino que es complementaria. Así que a todos los que habéis formado parte de mi vida, os habéis cruzado en algún momento conmigo durante 2015, gracias por estar ahí, gracias por formar parte de este año que hoy acaba.

En la foto, el faro de Es Cap de Barbaria, donde acaba Formentera.

domingo, 27 de diciembre de 2015

Últimamente

Últimamente, cada vez que voy a bailar lindy hop, no hago fotos, sólo bailo, bailo, bailo.

Me gusta esta nueva yo que no puede parar quieta cuando oye música swing. Por eso no puedo escuchar swing mientras trabajo, porque acabo moviendo los pies debajo de la mesa y siguiendo el ritmo con las manos. A veces sí que lo escucho, mientras cocino o estoy por casa e improviso pasos de baile en el pasillo o de camino al balcón a tender ropa. Pero no es sólo eso, aunque no esté escuchando música, de vez en cuando viene a mi mente alguna melodía, alguna letra y mis pies se dejan llevar, tanto si estoy tumbada en la cama como subiendo las escaleras en el trabajo.

No hago fotos, decía, sólo bailo. Ayer no fue menos, así que la que ilustra esta entrada es prácticamente la única foto que hice, mucho (mucho) después de la medianoche, cuando ya nos íbamos, casi los últimos, en esa extraña competición no convocada de ver quién se va más tarde. Salimos a las calles desiertas de un pueblo del centro de la isla, notando el frío, la humedad de la madrugada chocando con nuestros cuerpos aún empapados de sudor del que ha pasado horas bailando.

Qué grande la Glissando Big Band, qué bien alargar la noche con Dj Set Sing Sing Sing.

Esta mañana me pitaban los oídos y seguía oyendo la música en mi cabeza. Aunque, he de deciros, que cuando acabó el concierto pensé “¿Ya? ¿Cómo que ya?”.

El tiempo vuela cuando te lo pasas bien. El tiempo vuela cuando tus pies vuelan con la música.

Hoy necesitaba una siesta pero no he podido dormirme. Y por la tarde he ido al teatro. Estoy cansada de las pocas horas de sueño de la pasado noche pero, ¿sabéis qué? Ahora me iría a bailar. De hecho, escucho swing mientras escribo esto.

¿Qué me pasa, doctor? ¿Es grave?

[Esta entrada llegó primero a instagram, pero allí se quedó corta así que se ha transformado en entrada de blog].

domingo, 20 de diciembre de 2015

20D

Domingo, 20 de diciembre de 2015.

Llamo a mis padres a su casa alrededor de las diez de la mañana.

Contesta mi madre.
- ¡Viva la República!
- ¡Jajaja! ¿Habéis ido a votar ya?
- ¡No! Tu padre se está haciendo la tualet.
- Claro, tiene que ir guapo a votar.

Voy a su casa, para intentar planificarme la mañana. Me encuentro a mi padre poniéndose aftershave como si no hubiera mañana.
 - ¿Vamos a votar? ¿Ahora? ¿Más tarde? Tengo que freír unas pechugas de pollo…
 - Nos vamos ahora, ¡ya! ¡Venga! ¡Vamos!

Qué prisas. Les hablo de mi teoría de que los sobres del senado son de distintos tonos de naranja y se asustan pensando que “van a saber a quién vamos a votar”. “Qué más da.”, digo yo, “Yo he cogido un sobre que no correspondía al partido que voto”. Río con maldad, pero siento que nadie me entiende.

El barrio está animado, mucho para un domingo de invierno a las 10:30 de la mañana, con la niebla aún levantándose. El colegio electoral es un hervidero de gente. Vamos a nuestra mesa electoral (la han cambiado de sitio este año) y hacemos cola. ¡Hacemos cola! Creo que nunca había pasado. Mi madre se intenta colar, como siempre.
- ¡Mamá! ¡No te cueles!
- Es que yo llevo bastón, me tendrían que dejar pasar antes.
- Fíjate: en las mesas electorales todas son mujeres- dije mi padre.
- No, también hay hombres. Mira, ahí y ahí.
- Sí, pero mira, en esa mesa tres mujeres, en ésa otra, tres mujeres, en esa de ahí…
- Mamá, espera aquí, no te cueles. Mira qué niña tan mona.
- Qué graciosa, sí.
- Es vecina nuestra.
- Qué va.
- Que sí, mira sus padres.
- Pero, ¿no era un bebé? ¡Cómo corre!

Nos toca votar. Primero mi madre. Entrega el DNI.
- Puede votar, señora.
- Venga, mamá, di algo. – me arrepiento de haberlo dicho. “Por favor, que no diga lo de viva la república”. Sonríe con cara de pilla, duda un segundo, ay, que lo dice. Antes de que me de tiempo a decir “Di ‘Que la fuerza te acompañe’”, habla ella.
- Yo he venido aquí por la cesta de Navidad.
 Risas generalizadas en la mesa electoral (sí, tres mujeres).
 - Ay, señora, ya la hemos dado, no nos queda ninguna. Jajaja.

Mi madre se aparta de la mesa y se pone a charlar animadamente con una de las señoras. Mi padre da su DNI, pero la que tiene que buscar su nombre no lo hace porque está hablando con mi madre. Y hay una buena cola.
- Mamá, deja a la señora trabajar.
- Qué va, si no me molesta…

En el otro extremo de la mesa, la otra señora sigue pronunciando el apellido de mi padre, pero la señora ríe con mi madre. La aparto discretamente. Obviamente, no encuentran su apellido, que es también el mío, claro. Nunca lo encuentran.
- Con “U”, va con “U” antes de la “I”. – insisto.

Al final lo encuentra y mientras mi padre vota, entrego mi DNI dando saltitos. Estoy contenta por poder votar. En abril no pude y ahora me hace ilusión.
- ¡Anda, ésta es fácil! ¡Una combinación de los dos apellidos anteriores!
Qué iluminada, la tía. Suele pasar, cuando eres hijo de tus padres.
Voto, murmurando “yo voto, yo voto, yo voto”, porque no se me ocurre nada original que decir. Mierda, no sirvo para jedi.

Nos vamos del colegio.
- Mamá, creía que ibas a decir lo de “Viva la República”.
- Sí, lo iba a decir, casi lo digo, pero he pensado que mejor que no. Qué van a pensar…
Mi padre nos mira escandalizado, niega con la cabeza y dice “Me voy a por el periódico. Y a dar un paseo corto, enseguida vuelvo”. Me sorprende que mi padre haga eso (“paseo corto”), con lo que le gusta caminar y sólo son las 11 de la mañana. Luego me acuerdo de que a las 11:30 juega el Barça y lo dan por la tele. Claro, ahora todo cuadra, hasta las prisas por ir a votar.

- Me voy a casa a freír unas pechugas – le digo a mi madre-, vente si quieres.
- ¿Qué me vas a poner a hacer?
- Nada, mujer, para hacerme compañía.
- Uy, no, tengo mucho que hacer. Tengo que hacer la cama. –salir de casa sin hacer la cama es pecado mortal en el universo de mis padres.
- Vale, como quieras. Si vienes, acuérdate de que el timbre de la puerta no funciona.

La fiesta de la democracia, dicen. Mi vida sí que es una fiesta.

En la foto, los sobres que he recibido durante la campaña electoral. ¿Veis como los naranjas son diferentes?

sábado, 19 de diciembre de 2015

En la tierra

Me gusta pensar que, algún día, mis tres ginkgos vivirán en un lugar más adecuado para ellos que una pequeña maceta en la galería de un piso de ciudad.

Me gusta pensar que vivirán en la tierra, que sus raíces crecerán en el sentido de la gravedad hasta donde quieran, que las puntas de sus raíces no encontrarán límites, no chocarán contra las paredes frías de una maceta de plástico.

Me los imagino junto a una casa de puerta roja, que crecerán y crecerán hacia el cielo azul, que sentirán el viento, la lluvia y cualquier inclemencia meteorológica que se presente sin casi inmutarse.

Me los imagino marcando el ritmo de las estaciones. Llenos de sus peculiares hojas verdes en verano, dando una sombra sobria y alargada. Hojas virando al amarillo a principios del otoño, deslumbrando con ese amarillo brillante que tienen a finales del otoño. En silencio, señoriales y desnudos en invierno, con una manta de hojas a sus pies, que me harán refunfuñar porque lo invadirán todo, pero también sonreír por sus peculiares formas. Y en primavera, decenas y decenas de diminutas yemas que se irán formando en las ramas desnudas, poco a poco, como si nada y, de repente, la explosión primaveral, cientos de diminutas hojas naciendo al unísono, bajo un sol tibio.

A veces me siento culpable, teniendo tres árboles en una maceta. Pero luego pienso en los planes que tengo para ellos y creo que, si pudieran, entenderían que esto es sólo temporal, que algún día los plantaré en su lugar definitivo, mucho más amplio, adecuado y coherente a su naturaleza, en la tierra a la que pertenecen.

En las fotos, mis ginkgos, hoy. No puedo dejar de mirarlos.






lunes, 14 de diciembre de 2015

El obispo, la secretaria y el marido de ésta

El obispo de Mallorca  folla más que tú. Y lo sabes.
La noticia saltó hace una semana en un diario local: el obispo de ésta nuestra isla había viajado hasta el Vaticano “a raíz de un episodio con conexión laical que contravendría frontalmente su ministerio episcopal”. La noticia era amplia, pero nada clara. ¿A qué se refería? ¿Qué sería? En los siguientes días, la noticia fue creciendo y creciendo: pronto se supo que el problema venía del “vínculo” que el obispo mantenía con una integrante de su equipo. Y de ahí ya pasamos a hablar de infidelidades, matrimonio roto, marido celoso, investigadores privados, encuentros y conversaciones a horas intempestivas, intercambio de alianzas y hasta el nombre y apellidos de los involucrados.

Yo, que nunca me entero nada ni de lo que pasa en mi entorno ni, mucho menos de lo que ocurre en las altas esferas de mi isla, no había oído a hablar del tema hasta ese momento. Pero como yo muchos otros, vamos. Eso sí, nada nos impedía opinar sobre el tema, nada ni nadie. Y la historia es tan, tan, tan jugosa que ha competido estos días en todas las conversaciones en la isla con lo de las elecciones. Y, no nos engañemos, la historia del obispo, la secretaria y el marido de ésta es mucho más divertida (y morbosa) que la política actual.

He oído de todo sobre esta historia. Unos poniéndose a favor del marido, otros de la esposa, otros del obispo. Hay quien le echa la culpa a ella, hay quien se la echa al marido y hay quien al obispo. Todos opinamos, decimos, discutimos, nos escandalizamos y hasta nos echamos unas risas. Circulan ya memes sobre el tema, como el que ilustra esta entrada (“El obispo folla más que tú, y lo sabes”, nos dice un sonriente Tomeu Penya).

Yo suelo acabar diciendo dos cosas. Primero, que es difícil opinar y juzgar sobre una historia de la que (aunque nos pese) no conocemos apenas nada (ya sabéis, eso de que no debemos juzgar a nadie, porque no sabemos las batallas que está librando esa persona). Y segundo, que me encanta esta historia, mucho. Si pudiera escoger, yo querría que esto fuera una historia de amor maravillosa, muy a lo Pájaro Espino, de amores imposibles y locos. Me encanta cómo hemos ido conociendo la historia, el misterio que la ha rodeado, la historia de los personajes y pensar que, oh, el amor, el amor que mueve el mundo es también el origen de la mayoría de nuestros problemas.

Igual es que, en el fondo, soy una romántica.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

"Ubik" de Philip K. Dick

Sentía curiosidad por leer otro libro del autor de “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, libro interesante que ya comenté aquí. El universo de este autor es fascinante y bastante perturbador. Y eso es lo que me ha parecido “Ubik”, un libro que mientras leía me parecía extraño e inquietante pero cuyo último capítulo en general y su final en particular me ha encantado. Me dejó buen sabor de boca cuando lo acabé, hace ya unas semanas. Raro pero grato.

La historia se desarrolla en un futuro en el que se pueden mantener a los muertos con un cierto nivel de vida (o, mejor dicho, mantenerlos conectados con los vivos). Personajes con poderes especiales (como la telepatía), espionaje y extraños acontecimientos, lugares y universos paralelos se suceden en una historia que empieza con una emboscada en la luna y que tiene el extraño protagonismo de Ubik, el producto comercial que da nombre a la novela.

Es una historia curiosa y compleja, un poco paranoica. Me cuesta mucho meterme en la mente de este autor, debía tener un coco brillante para parir historias como ésta, crear sus universos tan peculiares y personales. Pero no sé qué tienen sus personajes que se hacen querer. Ya me pasó con el Rick Deckard de “¿Sueñan las ovejas…?” (aunque en ese caso ya tenía en mente al maravilloso Harrison Ford como protagonista de “Blade Runner”) y ahora con Joe Chip. Un tipo curioso este Joe. Una mente fascinante la de Philip K. Dick.

lunes, 7 de diciembre de 2015

Swing, swing, swing

Creo que ya he hablado por aquí alguna vez de mi afición al lindy hop, un estilo de baile de la música swing. A lo tonto a lo tonto, llevo ya unos dos años bailando lindy y, aunque parece mucho tiempo, falto mucho a clase y me lo tomo como lo que es: una afición. En serio pero sin agobiarme, vamos. Así que igual no soy muy buena, pero me lo paso muy bien, que de eso se trata.

Llevo dos noches seguidas bailando swing. Podrían haber sido tres, pero hoy he decidido recluirme en casa (por la tarde, por la mañana he ido al monte a por setas) y retirarme a mis aposentos pronto; el cuerpo me lo pedía. Pero llevo dos noches bailando swing, decía, y me lo he pasado estupendamente.

Tenía muchas, muchas ganas de este fin de semana de cuatro días y de las muchas oportunidades de bailar que iba a tener. Tenía ganas porque me he pasado las dos semanas previas de viaje (a Roma, como ya conté aquí y a Málaga, aunque de eso no he tenido ni tiempo de hablar ¡y eso que conocí a La Rizos!). Viajar mola, claro, pero a veces te pierdes cosas que te apetecen, cosas que quieres vivir. Y a veces viajar sólo es sinónimo de trabajar y estar lejos de casa. Y aunque han sido viajes buenos y reuniones que han ido muy bien, tenía muchas ganas de este fin de semana de swing, swing y swing. Y eso que no me he apuntado a ninguno de los talleres que ha habido este fin de semana de Jornadas de Cultura Swing. Pero sabía que, volviendo de dos viajes seguidos, necesitaba parar un poco.

Llevo todo el fin de semana con música swing en la cabeza. En cualquier momento, en cualquier lugar. Me descubro a mi misma tarareando canciones que me encanta escuchar, canciones que me gusta bailar. Me descubro a mi misma dando pasos de baile donde y cuando menos me lo espero, casi a escondidas, incluso de camino a casa, a las tantas de la noche, con sueño en los ojos y los pies cansados.

He bailado hasta perder el aliento. He bailado hasta notar las gotas de sudor cayendo por mi espalda y el flequillo mojado pegado a la frente. He bailado con la única intención de bailar, bailar, bailar y disfrutarlo todo el tiempo. He bailado con la música en directo de los chicos de Long Time No Swing y con música enlata. Y he sonreído, he sonreído mucho. Porque una cosa que me provoca este baile es sonreír. Bailo sonriendo. Bailamos sonriendo, debería decir, porque no soy a la única que le ocurre.

Como dice a menudo mi hermana la gafapasta, bailar es soñar con los pies.

No dejemos de soñar.

No dejemos de bailar.

Y, para rematar, un vídeo de la que creo que fue la primera vez que vi a alguien bailando swing, en la peli “Swing Kids”. La vi en el cine hace un millón de años, cuando ni me planteaba que algún día podría acabar bailando algo así. Me encantó. Y eso que mi adorado Kenneth Branagh hace de malo. Y por si alguien se pregunta si yo bailo así: por supuesto, por supuesto que no.

domingo, 29 de noviembre de 2015

El viernes

Cuando planifiqué el viaje a Roma de esta semana, ya sabría que sería un viaje de trabajo, trabajo y trabajo, sin apenas tiempo libre para disfrutar de la ciudad. Así que me marqué unos objetivos mínimos, claros y más o menos viables: ir a la Fontana di Trevi y a Fabriano, mi papelería favorita de la ciudad.

Pero llegó el jueves y parecía que no podría cumplirlos. Además, el sábado trabajábamos hasta mediodía y de allí tenía que irme directamente al aeropuerto, así que sólo me quedaba el viernes.

El viernes.

Así que el viernes madrugamos, salimos pronto del hotel y dimos un paseo de casi media hora para llegar a la Fontana.

Y allí estaba, restaurada, bella, más bella que nunca, más impresionante que nunca. Maravillosa.

Qué gran idea ir a las 8 de la mañana a ver la Fontana. A quien madruga, Dios le permite ver la Fontana di Trevi sin turistas.



Lo de ir a la papelería ya lo daba por imposible. Y, aunque acabé trabajando en el hotel hasta medianoche, conseguí encontrar un hueco y llegar a la papelería 10 minutos antes de que cerraran. Y aproveché el 20% de descuento que había ese día, ¡y tanto que lo aproveché!




Así que…

Fontana di Trevi. Tic.

Papelería. Tic.

Objetivos cumplidos.

Un gran día, el viernes.

martes, 24 de noviembre de 2015

De esto que... (XI)

De esto que estás en Roma, en un local cutre tomando un trozo de pizza con unas colegas italianas (porque antes os habéis tomado un aperol spritz y algo para picar con colegas italianos) cuando empieza por la tele el Barcelona-Roma y no puedes evitar pensar que es mejor ocultar tu cierta filia futbolística ahí, rodeada de romanos por todas partes. Y va el Barça y marca un gol, das un saltito y te sale un “Força Barça” flojito que no pasa inadvertido por la audiencia, sobre todo cuando una de las colegas suelta un “She’s Spanish” aclaratorio. Y va el Barça y marca un segundo gol y decidís que las nueve y poco es una hora muy decente para retirarse y abandonáis discretamente el local, observadas convenientemente por el grupo de romanos que celebran entre susurros que desaparezcáis a tiempo para que ellos puedan poner a parir a unos futbolistas que a ti, en realidad, ni te van ni te vienen, pero la gracia que tiene ir con el equipo contrario de la ciudad en la que estás no tiene precio.

En la foto, los aperitivos que nos hemos tomado antes de la pizza.

sábado, 14 de noviembre de 2015

París, 2015

Nunca he estado en París. Lo comentaba hace unos días, con alguien, no recuerdo con quién ni por qué salió la conversación. Me hablaron de París, de cosas que hay que ver, lugares que visitar; yo comenté lo mucho que me gustaría conocer esa ciudad. No sé, fue una conversación muy poco transcendente, una charla animada sobre una ciudad que hoy, más que nunca está en la mente y corazón de todos.

Hay muchas lecturas de lo que anoche pasó en la capital francesa. Con algunas estoy de acuerdo, otras me hacen sentir vergüenza ajena. Hay muchas lecturas de lo que está pasando hoy en día en el mundo y de cómo lo vivimos ahora, a través de las redes sociales. Yo me enteré de lo de París en una cena con amigos. Alguien consultó el móvil y vio algo en Twitter, nos quedamos petrificados. Cómo ha cambiado el flujo de información desde que existe internet.

Una de las cosas que me llama la atención es cómo han reaccionado algunos, cómo algunos echan en cara la gran importancia que se le da a lo de París frente a otras masacras perpetradas por los mismos en otras partes del mundo. Hace un par de días hubo más de cuarenta muertos en Beirut, pero sólo hablamos de París. Circulan muchos mensajes por la red recordándonos eso, que sólo se habla de, se piensa en, se reza por unos. ¿Y los otros? ¿No son todas las víctimas iguales?

Sí, lo son.
Pero…

Pero hay una cosa que se llama empatía. La RAE define así esta palabra:

                           1. f. Sentimiento de identificación con algo o alguien.
                           2. f. Capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos.

Llamadme mala persona, llamadme mala gente, llamadme insensible, pero siento más empatía por las víctimas de París que por las de Beirut. No es cuestión de religión, ni de color de piel. Siento París más cerca de mí que Beirut y no es una cuestión puramente de distancia. Si me pongo delante de un mapa, sé más o menos situar París pero he tenido que mirar en google dónde está exactamente Beirut. Conozco a muchísima gente que ha estado en París, pero no conozco a nadie que haya estado en Beirut. Si fuera a París, sé qué lugares me gustaría visitar, sé el nombre de sus monumentos más famosos e incluso el nombre de algunos de sus museos, pero no sé qué podría visitar en Beirut. Conozco a gente que ha nacido en París, conozco a gente que tiene familia en París, conozco a gente que ha vivido en París, pero no puedo decir lo mismo de Beirut. Puedo imaginarme lo que la gente estaría haciendo una noche como ayer en París, no tengo ni idea de qué se hace un viernes por la noche en Beirut. No he estado en París, pero he estado en Francia muchas veces (este verano la última vez), pero nunca he estado en Líbano. Conozco a bastantes franceses, tengo amigos franceses, algunos muy queridos, pero (creo que) no conozco a ningún libanés. En París, podría haber muerto o haber resultado herido alguien que conozco, algún familiar o amigo de alguien que conozco, incluso podría haber estado yo, ayer, en París. Las probabilidades de que conozca a alguien que haya muerto o haya resultado herido en Beirut son mucho más bajas.

Por eso siento más empatía por las víctimas de París que por las de Beirut. Por eso siento más empatía por lo que sucede en mi ciudad que por lo que sucede en cualquier otra de mi país. Por eso siento más empatía por lo que sucede en cualquier ciudad de mi país que por lo que sucede en cualquier otra ciudad de Europa. Por eso siento más empatía por lo que sucede en una ciudad de Europa que por lo que sucede en cualquier otra ciudad del mundo. Por eso, cuando pierdo a alguien que quiero siento mucha más tristeza que cuando alguien que conozco pierde a alguien que quiere. Sí, también me duele, sí, también es triste, pero son sentimientos diferentes. No es egoísmo, es natural e inevitable. Y, permitidme la frivolidad, París es una pieza clave de mi película favorita (“Siempre nos quedará París”. Por supuesto).

Con esto no quiero decir que unos sean más importantes que otros, unos más víctimas que otros. Simplemente digo que entiendo que se esté dando más bombo a los atentados de París que a los que suceden a diario (o casi) en otros lugares fuera de nuestro continente. Probablemente, no debería ser así, es injusto, absurdo y tal vez hasta de mal gusto. Pero es así.

Y creo que estamos perdiendo el tiempo en hablar de todo esto, de discutir cosas que en realidad no son tan importantes y obviamos lo que es de verdad importante: nos matan, nos aterrorizan, nos quieren hacer vivir sometidos. ¿Cuál es la solución? No tengo ni idea. Cambiar la foto de perfil de facebook, compartir cosas en memoria de las víctimas por twitter o encender una vela no harán nada por solventar el problema mundial al que nos enfrentamos pero, ¿qué más podemos hacer? Si alguien lo sabe, que lo diga. Yo no tengo ni idea.

martes, 10 de noviembre de 2015

Junto al mar

Trabajo junto al mar, a sólo unos metros de él. Pero no trabajo en un lugar paradisíaco, sino en plena ciudad. No trabajo junto a una bonita playa o unos acantilados espectaculares. Ni siquiera tengo vistas al mar, sino a una calle de muchos carriles, ruidosa y con mucho tráfico que cada vez que llueve, se inunda y sale en la tele y en prensa.

Trabajo junto al mar, sí, pero en plena zona portuaria. No es un lugar terrorífico ni horrible. No es un lugar sombrío ni lleno de grúas o montañas de carbón. A veces es un lugar desierto, a veces es un lugar muy concurrido. Ni lo uno ni lo otro es bueno. Es un lugar incluso cómodo en algunos aspectos. Pero también presenta algunas incomodidades (aparte de las inundaciones), como el botellón, los camiones y los cruceros.

Lo del botellón es curioso. Llegar de noche o ya de madrugada cargados de muestras para congelar y esquivar pandillas de chavales pasándoselo en grande tiene su punto surrealista. Ellos y ellas todos monos y elegantes, la mar de arregladitos y felices en plena noche y tú ahí, con los deportivos manchados de restos de peces y suspirando por una ducha y tu cama.

Los camiones son peligrosos, de verdad. Son grandes, son muchos y no te ven. Ya hemos tenido algunos sustos, afortunadamente ninguno grave. Retrovisores que salen volando porque alguien abre una puerta sin mirar o coches que quedan aprisionados (y chafados) entre dos camiones enorme, en plan sándwich. Y, claro, luego a correr detrás de ellos, porque suelen estar más preocupados de no perder el barco que van a coger que de arreglar los papeles del seguro.

Lo de los cruceros es lo más. Lo más surrealista que te puedes encontrar en el mundo. De los cruceros descienden dos tipos de personas: los cruceristas, que pisan la ciudad por primera vez y van más despistados que un pulpo en un garaje y las tripulaciones, que saben perfectamente dónde quieren ir (normalmente al centro comercial que hay un poco más arriba). Tanto unos como otros comparten actitud: caminan despreocupadamente por mitad de la calle, ignorando las aceras y mirándote mal cuando intentas circular de camino a o saliendo del trabajo. Ay, qué majos todos, ahí, en bandadas tan numerosas que esquivarlos se convierte en una auténtica aventura. Por no hablar de los taxis que vienen a dejar a unos u otros después de un día de paseo: paran en cualquier sitio, interrumpen el paso y arrancan sin poner ningún intermitente. Otro peligro a esquivar.

Y hoy he descubierto una nueva peculiaridad en mi lugar de trabajo: una gallina. Sí, una gallina negra y algo tímida, que se paseaba esta tarde por los alrededores de la oficina. ¿De dónde ha venido? ¿Quién es su dueño? ¿Qué hace en esta zona portuaria urbana? Un misterio sin resolver. A ver si mañana sigue por ahí.

En la foto, aunque no se aprecie muy bien, hay una cosa negra debajo del arbusto: la gallina. Ha corrido despavorida cuando he intentado inmortalizarla.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Mar y montaña

Ayer estuve paseando por la montaña, buscando setas, en unas jornadas micológicas en las que intenté aprender más de estos curiosos organismos que no pertenecen ni al mundo vegetal ni al mundo animal (forman su propio reino).


Hoy he estado paseando por la orilla del mar, nadando en las aguas frías, intentando asumir que sí, creo que ya, ha llegado la hora de cerrar la temporada de baño de este año.


Qué curiosos y contradictorios son los fines de semana de otoño de cielos azules.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Fiesta del cine

No había sacado las acreditaciones para la Fiesta del cine porque, en estos días, yo no iba a estar en territorio nacional. Al final tuve que cancelar el viaje por motivos que no vienen a cuento y acabé acreditándome a última hora, para aprovechar el súperdescuento que la Fiesta del cine siempre es. Y creo que es la vez que mejor lo he aprovechado porque he ido al cine dos días de los tres que duraban los descuentos, lo que no está nada mal.

“El becario” de Nancy Meyers es una peli con protagonistas tan estupendos como Robert De Niro y Anne Hathaway. Me gustan mucho los dos, así que la película me tenía que gustar, inevitablemente. Es la historia de un jubilado que se apunta a un programa de becarios de la tercera edad en la empresa que dirige ella. Es una historia amable, agradable, divertida, con menos tópicos de lo que se podría esperar de una peli así. A ratos me reí mucho y a ratos me puse hasta un poco triste, porque en el fondo habla de cosas muy reales (y no siempre divertidas): la soledad de la gente mayor, la dificultad de compaginar vida profesional y vida personal, el inevitable paso del tiempo, la complejidad de las relaciones. Me gustó, vale la pena verla y me lo pasé bien. Por 2,90 €.

Tenía ganas de ver “Marte (The Martian)” de Ridley Scott, aunque también me angustiaba un poco que fuera una película… angustiosa, precisamente. El tema da para hacer sufrir mucho al espectador: una expedición a Marte tiene que ser evacuada en medio de una tormenta y deja atrás a un compañero, al que los demás creen muerto. Pero no está muerto y debe enfrentarse a vivir solo, en un entorno hostil como Marte y con provisiones y material limitado. Pensaba que me iba a pasar toda la peli sufriendo, porque una situación así es para sufrir, pero es una película maravillosa, la primera palabra que me viene a la cabeza cuando pienso en ella es elegante. El planteamiento es muy elegante, la forma de contar la historia, el alejarse de lo obvio que podía haber sido hacer una película de terror cósmico, de angustia, casi agónica. Es una película elegante y visualmente muy bella, narrativamente súper correcta y que vale mucho, mucho la pena. La historia es genial, el libro en el que se basa debe de ser la repera, y creo que está muy bien plasmada en pantalla. Sí, seguro que se ha quedado mucha chicha en el camino, pero se intuyen muchas cosas, el guión está muy bien construido y la historia no se hace lenta, ni pesada, ni aburrida en ningún momento. Ni angustiosa. Eso para mí es súperimportante. Es de esas películas que tratan al espectador como individuos inteligentes. Me encantó. Me muero de ganas de leer el libro y, no sé por qué, quiero leerlo en inglés.

En resumen, que la Fiesta del cine es una maravilla, que me encanta ir al cine a un precio módico y que, aunque parece que nunca encuentro tiempo para ir, cuando de verdad vale la pena económicamente, soy capaz de rascar horas hasta al sueño para ir. Y bien contenta que estoy.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Milán & Expo Milán

Hace sólo unos días, el pasado día 31 de Octubre, cerró la Expo de Milán y me ha parecido un momento estupendo para desempolvar algunas fotos de la tarde que pasé allí, en la Expo, hace ya unos cuantos meses. Un viaje a Milán que fue totalmente inesperado y que salió mejor de lo que me pensaba.

Estuve por primera vez en Milán hace dos años, en un fin de semana con amigos de camino a una reunión en un monasterio a orillas del lago Maggiore. No es una ciudad que me entusiasmara especialmente y, en este segundo viaje, supuse que no tendría tiempo de explorarla demasiado. Así y todo, la primera tarde la pasamos en la Expo y la última, recorriendo el centro, paseando por sus calles más famosas y turísticas. No volví al cementerio monumental que en su día tanto me impresionó, pero sí que fue a visitar una de mis tiendas de papelería favoritas del mundo mundial, Fabriano. Y pasé varias veces por un jardín que tiene unos impresionantes ginkgos a los que me dan ganas de abrazar cada vez que veo (y algún abrazo les di, sí).

Lo de visitar la Expo fue cortesía de los organizadores de la reunión. Después de una mañana reunidos allí, teníamos la tarde libre para visitarla. No estaba muy segura de que la pudiera aprovechar, porque la reunión era bastante importante y había muchas posibilidades de tener que trabajar esa tarde, pero el jefe de la delegación con la que viajaba, nos dio la tarde libre. Y la aprovechamos.

Yo nunca había estado en una Expo, ni siquiera en la de Sevilla, así que no tenía ni idea de lo que me iba a encontrar. El resumen son pabellones de distintos países, construidos, decorados o ambientados en alguna temática concreta. Esta exposición universal tuvo como tópico mostrar las mejores tecnologías que ofrecen una respuesta concreta a una necesidad: garantizar suficiente alimento sano y seguro para todo el Planeta, respetando su propio equilibro. El leit motiv suena estupendo (Feeding the Planet, Energy for Life), aunque después de visitar muchos pabellones no me pareció mucho más que lo que debe ser una feria de alimentación. En muy pocos países había algo sobre alimentación más allá que vender las maravillas de su gastronomía.

Había pabellones de todas las formas y tipos, de todos los estilos. Los hubo muy bonitos por fuera, los hubo muy interesantes por dentro, los hubo que combinaban ambas cosas y los hubo que no eran nada de todo eso. No pudimos entrar en muchos pabellones, teníamos poco tiempo y había mucha gente, pero el de España me gustó bastante, tirando a mucho. Y el resto, hubo de todo: alguno me gustó mucho, otro no valió la pena ni ver. Los vimos todos (o casi) por fuera, por dentro sólo algunos. En resumen, no me pareció algo sin lo que no se puede vivir. Me gustó tener la oportunidad de visitarlo y poco más. Si me hubiera fascinado (o cambiado la vida) no hubiera tardado cinco meses en hablar de ello, está claro.

Las fotos, un poco de la Expo y un poco de la ciudad, sin olvidar los ginkgos, claro.













lunes, 2 de noviembre de 2015

"73 raons per deixar-te" de Elisenda Roca

A ver cómo lo hago para que esta entrada no me quede demasiado larga…

Ayer fui al teatro, a ver “73 raons per deixar-te” (“73 razones para dejarte”) y tengo muchas cosas que contar. Tantas, que las voy a agrupar en tres párrafos con tres subtítulos, para organizar un poco esto (y por si alguien quiere saltarse alguna parte): la anécdota, la obra y la fan.

La anécdota. La obra se representaba en el marco de la vigésima edición de la Feria de Teatro de Manacor. Una feria con un cartel para caerte de espaldas, con más de cuarenta obras (incluyendo teatro y conciertos) en algo más de dos meses. A mí me gusta mucho el teatro, pero como otras muchas cosas en esta vida (los libros, tejer, el cine, el swing, la música tradicional, incluso trabajar y hasta el no hacer nada) y me agobié un poco cuando mi hermana la gafapasta me envió por whatsapp el listado de 15 obras de las que ya tenía entrada. Yo me agobio fácilmente, sí. Resumiendo, que en su momento ni me dediqué a ver qué obras venían ni me decidí a ir a ninguna así que, finalmente, cuando compré mi entrada para esta obra, fue muy tarde y tuve que conformarme con comprar un asiento en la última fila. La fila 25. La cuestión es que éramos un grupo de cuatro personas dispersas por el teatro: uno en primera fila, dos en la fila 10 y yo en la 25. Vi la primera parte con la perspectiva estupenda que te da sentarte lejos pero añorando estar algo más cerca, sí. Pero en el descanso… ¡sorpresa! Mis compañeros de velada habían descubierto asientos libres en algunos lugares del patio de butacas: dos en la fila 9 y uno ¡en primera fila! Así que me mudé a la primera fila. Y así pude disfrutar primero de una perspectiva amplia y después de los detalles de un asiento tan cercano. Oye, qué cerca es eso de la primera fila, le estoy cogiendo gustillo. Fue espectacular poder estar ahí. Y hasta aquí, la anécdota.

La obra. La historia, dirigida por Elisenda Roca (¡la de “Cifras y Letras!), empieza con la ruptura de una pareja joven, con los 73 motivos del título que tienen para acabar con una relación de tres años. Cómo se conocieron, cómo han vivido esos tres años de relación y cómo viven su ruptura es el hilo conductor de una historia con cuatro personajes (la pareja, el padre de ella y la madre de él), un pianista y un violinista. Porque la obra es teatro musical. Y es una maravilla. Me lo pasé estupendamente, tanto en última fila como en primera. Los personajes me encantaron y todos los actores (Abel Folk, Mercè Martinez, Mone Teruel y Marc Pujol) lo hacen estupendamente, todo (actuar, cantar y bailar). Es una comedia que te hace reír, pero también es una historia que sabe volverte seria y hasta hacerte llorar, que te hace reflexionar sobre el amor y las relaciones, sobre qué es lo que nos enamora de alguien, lo que hace que una relación se mantenga o acabe y sobre la importancia del amor en nuestras vidas. La obra se está representando en el Teatre Goya de Barcelona así que, si andáis por ahí, tenéis que ir a verla. Yo repetiría. Y hasta aquí, la obra.

La fan. Soy fan de Abel Folk. Cuando me enteré que mi hermana la gafapasta iba a ver una obra de Abel Folk sin habérmelo dicho, casi la mato. Peor aún: ¡ya había ido a ver otra obra suya hacía sólo unas semanas! Aún no salgo de mi asombro y sólo puedo explicarlo porque ella no sabía que me encanta Abel Folk. Soy fan suya desde la adolescencia, en aquella época tan cinéfila mía en la que leía dos revistas sobre cine al mes y estaba al tanto de todo lo que pasaba en el mundillo cinematográfico. Por aquel entonces, descubrí a Abel Folk en la película “Havanera 1820”, peli que nunca vi, lo admito, pero me pareció un tipo hiperinteresante (de casi 20 años más que yo pero, oye, qué más da para ser fan) y con una voz que quitaba el hipo. Luego lo fui viendo en alguna película y en alguna serie. Recuerdo sobre todo su aparición en “Raquel busca su sitio” en la que ni me acuerdo qué papel hacía, pero sé que era secundario y yo me preguntaba por qué diablos no tenía un papel más importante. Total, que soy fan de Abel Folk desde hace mucho y lo de ir a verle al teatro fue ayer un regalo. Y lo de estar en primera fila aún más. Y lo de ir después a saludarlo y a hacernos una foto con él, ya fue de nota. Me sigue pareciendo un tío muy interesante 20 años después de haberlo descubierto (yo creo que incluso más), un gran actor y con un carisma que a mí me quita el hipo. Me fascinó porque en la obra me pareció un tipo normal pero luego, al verlo después, vi el tipo interesante y carismático que siempre creí que es. Pero claro, en la obra hacía de un tipo normal y después, pues después era él. Curiosamente, ahí salió mi vena fan tímida y casi únicamente me limité a saludar y posar para la foto, cuando normalmente no me corto un pelo yo ni delante del mismísimo Oliver Stone. Posamos en grupo con los cuatro actores y ahora me arrepiento de no haberle pedido una foto para mí sola y mostrarle mi admiración. Pero bueno, las fans somos así de tontas, oye. Por cierto, que vimos de lejos a Elisenda Roca y estuvimos durante un rato dando saltitos de emoción. Ay, cuántos programas de “Cifras y Letras” hemos disfrutado, qué maravilloso era. Qué noche tan genial, la de ayer. Y hasta aquí, la fan.

Así que, ya sabéis, id a ver “73 raons per deixar-te” si tenéis la oportunidad. No os arrepentiréis.

Y, hasta aquí, la entrada. Ay, no, esperad, que hay un vídeo.

domingo, 1 de noviembre de 2015

De cementerios y fantasmas

Es una noche de otoño, víspera de Todos los Santos. Estamos en un pueblecito limítrofe entre la Serranía y la Alcarria y es precisamente esa situación fronteriza la que le da nombre. Hace frío. Las calles están iluminadas por una luz tenue proveniente de decenas de calabazas que, vaciadas con esmero por los niños del pueblo durante todo el día, iluminan ahora desde el otro lado de las ventanas de las casas. No, no estamos ya en el siglo XXI celebrando una fiesta yanqui importada, estamos a principios de los años 50 y, en este pueblo, ya hace mucho tiempo que se vacían calabazas para utilizarlas como faroles, aunque sus habitantes nunca han oído hablar de Halloween.

Un grupo de chiquillos corretea por las calles, deben tener unos diez años. Deberían estar ya en la cama, pero es la víspera de Todos los Santos y hoy puede pasar de todo. Hasta trasnochar. Se dirigen a los límites del pueblo, hacia el norte, entre risas nerviosas, tiritando de frío bajo sus jerséis y mantas, tiritando por el respeto, por el miedo que impone una noche como ésa. Van hacia el norte, saliendo del pueblo. Atraviesan la carretera, prácticamente a oscuras. Y allí se paran, en el borde del camino que asciende al cementerio.

Durante un instante, están todos callados. Nadie dice nada, nadie se atreve a dar el primer paso. Hasta que uno de los chicos, uno de nariz respingona, le da un codazo al compañero que tiene más cerca. “Venga, tú primero”. El resto empieza a jalearle. Se ha acabado el silencio, se ha acabado el esperar, toca pasar a la acción. Alguien le entrega un martillo y un clavo. “Venga, tú puedes”.

El chico, el más pequeño del grupo, da un par de pasos en dirección al cementerio. Camina apenas dos metros, en la oscuridad casi total de aquella noche sin luna. Y vuelve corriendo junto al grupo, soportando las risas de sus compañeros. Le entrega el martillo y el clavo al primer muchacho que se encuentra, un chico rubio con pecas. El chico emprende el mismo camino cuesta arriba y se aleja algo más. Pero vuelve también enseguida. Así, uno tras otro, los chicos intentan cumplir el reto que cada año se imponen a ellos mismos: llegar a la puerta del cementerio y clavar un clavo en su puerta. Lo intentan dos, tres, cuatro. Cuando ya sólo quedan tres chavales por probar, es el turno de un chaval gordito, tapado con una manta bajo la que no ha parado de temblar. Coge el martillo y el clavo, decidido a llegar a lo alto del camino, a la puerta del cementerio.

Sus compañeros le jalean, le lanzan gritos de ánimo. Llega un momento en que apenas los oye, pero sabe que no están muy lejos, el camino no es demasiado largo. El corazón le palpita ahora tan fuerte que el resto de sonidos le parecen lejanos e irreales. Pero su agudo oído le permite distinguir ruidos a ambos lados del camino, ruidos extraños, ruidos que no conoce, que no distingue, que no sabe qué son. Pero los ignora. Debe seguir, debe seguir.

En la penumbra de la noche distingue las sombras del cementerio. Ahí está, a sólo unos metros. Se coloca frente a la puerta y toca, con manos frías, la madera de ésta. Ya está, ha llegado. Se gira un momento y ve, a lo lejos, el pueblo apenas iluminado por las velas, desprendiendo una luz fantasmal que le aterra más que tranquiliza. Pero ya ha llegado, así que ahora tiene que hacerlo. Con manos temblorosas, apoya el clavo en la puerta e intenta clavarlo con el martillo. Falla una, dos veces. Casi se machaca un dedo, pero lo intenta una tercera vez. El sonido metálico del martillo contra el clavo le estremece. Siente cómo la madera cede, dejando paso al clavo. Otro martillazo, otro. Tres bastan. Es hora de volver. Sonríe para sí y se da la vuelta, dispuesto a volver, victorioso, con sus amigos.

Pero en ese momento, nota alguien tirando de su manta. Pega un grito e intenta zafarse del ente desconocido que intenta agarrarlo. Tira de nuevo de la manta y nota como aquel ser extraño la sigue agarrando. Así que, con un nuevo grito, sale corriendo colina abajo, abandonando su manta. Cuando llega junto a sus amigos, éstos le reciben con gritos de alegría, de ánimo, de sorpresa, de admiración. Pero él no se para siquiera, sigue corriendo, atravesando la carretera sin mirar, camino del pueblo, gritando: “¡Fantasmas, fantasmas!”. El resto del grupo, sin saber de quién o, peor aún, de qué huye el muchacho, le siguen, gritando como él. No paran ni para despedirse, ni para reunirse, ni para hablar de lo que ha pasado; cada uno corre hacia su casa, sin mirar atrás.

Al día siguiente, se encuentran todos en la iglesia, a la hora de la misa. No se miran, están todos cabizbajos, muchos de ellos no han podido dormir del miedo, del terror al pensar que han despertado alguna fuerza maligna que irá a por ellos. Por todos ellos. A la salida de la iglesia, el valiente vencedor del reto mira hacia el norte, hacia la calle que sale del pueblo en dirección al cementerio. Y se dirige a él, despacio.

- Eh. – le grita el chico de nariz respingona. - ¿Dónde vas?

- Tengo que recuperar la manta.- contesta, sin casi mirarle.- Mi madre me dio ayer una paliza por perderla.

Y se dirige, arrastrando los pies, hacia la iglesia. El chico de nariz respingona ni siquiera se ofrece a acompañarle.

Así que sale del pueblo, despacio y atraviesa la carretera. El cementerio está ahí, muy cerca, mucho más cerca de lo que parecía la noche anterior. Sube poco a poco por el camino, mirando el día sorprendentemente soleado que ha amanecido, los campos que rodean el pueblo, la colina en el otro extremo donde, años después construirán una torre que se acabará conociendo como El Cristo. Suspira, resignado. Tiene que enfrentarse al fantasma, al monstruo que le robó la manta la noche anterior. Sigue su camino y le parece atisbar la manta, allí, junto a la entrada del cementerio. Tal vez el monstruo se asustó tanto como él, tal vez huyó como él, dejando en su camino la vieja manta.

Ahí están, la puerta y la manta. La coge y tira de ella. Pero algo la retiene. Tira un poco más fuerte y se da cuenta de que lo que la retiene, lo que la retuvo anoche es el clavo que él mismo clavó en la puerta. El clavo que clavó en la puerta atravesando en su camino su propia manta. Frunce el ceño, entre enfadado y aliviado. Saca el clavo, después de varios intentos y usando las dos manos y lo tira al suelo. Dobla la manta y se la coloca bajo el brazo. Cuando ya se dirige de vuelta al pueblo, triste pero calmado, vuelve sobre sus pasos, lo recoge del suelo y vuelve a clavarlo en el hueco que ha dejado en la madera. Será un patoso, pero también fue un valiente llegando hasta allí y quiere que el clavo sea testigo de su triunfo.

Cuando por fin entra en el pueblo, con la manta bajo el brazo, sus amigos están todos reunidos delante de la iglesia. Se acercan hasta él corriendo y le preguntan por la manta y por el fantasma. Hasta que alguien se atreve a preguntar:

- Pero… ¿llegaste a la puerta del cementerio o no? ¿Clavaste el clavo?

- Compruébalo tú mismo. – sonríe él. Y se aleja hacia su casa, sonriendo.

En la foto, un atardecer de finales de octubre, en otro lugar, en otro tiempo.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Deshaciendo

Los hilos que ilustran esta entrada eran, hace un rato, la espalda (y parte del delantero) de un jersey. Lo he deshecho todo porque, aunque estaba quedando bien, en algún momento me lié con las medidas y las proporciones y estaba quedando muy grande. Demasiado. Le sobraban veinte centímetros de ancho. Así que, aunque me duele mucho deshacer, he deshecho.

Deshacer algo que tenías a medio tejer es aceptar que lo que habías hecho estaba mal, que no es lo que querías o lo que esperabas, que si sigues por ese camino, conseguirás algo que no es lo que planeabas. Deshacer implica que todo el trabajo que has hecho hasta ese momento, no sirve de nada, que tienes que volver a empezar de cero, que tienes que aceptar la derrota, que te han expulsado de la carrera y tienes que volver a la casilla de salida y empezar de nuevo.

Quiero pensar que, cuando deshago, aprendo. Eso es lo que dicen, cada vez que deshaces, todo lo anterior no cae en saco roto, aunque lo deshagas, aunque ya no exista, en el proyecto has aprendido muchas cosas, tanto haciendo como deshaciendo. A veces aprendes que debes ir con más cuidado cuando tomas medidas o haces cálculos, a veces aprendes que hay cosas que se te irán de las manos aunque creas que las tienes controladas, a veces aprendes que es mejor parar y rectificar que ser cabezona y seguir adelante.

Sin embargo, cada vez que deshago siento la sensación del fracaso. Fracaso de todo lo que no he hecho bien pero, sobre todo, fracaso por todo ese tiempo que he invertido y cuyo esfuerzo no se verá nunca reflejado. En realidad, supongo que sí, que ese esfuerzo quedará patente en el resultado final, que será mucho mejor una vez rectificado que si hubieras seguido adelante haciéndolo mal. Pero me cuesta verlo de una manera tan positiva, ver más allá del fracaso de tener que volver a empezar, de obviar todo lo hecho hasta ese momento.

Por si no os habéis dado cuenta, no hablo sólo de lanas. Hablo de preparar proyectos que luego no llegan a ningún lado, hablo de pasarte horas preparando currículos para un puesto que no te van a dar, hablo de relaciones que intentas hacer funcionar, hablo de dedicarte horas y horas de tu vida, muchas ilusiones y esperanzas, mucho esfuerzo invertido que luego, por cualquier motivo, se lo lleva el viento. Al principio, cuando empiezas con algo de eso, tienes la ilusión y la esperanza de que sí, que todo va funcionar perfectamente. Luego, hay un punto en el que empiezas a dudar. A veces sabes que debes parar ya y no seguir, pero a veces sigues esforzándote porque crees que oye, tal vez sí, y le dedicas aún más tiempo. Y luego, cuando por fin llegas al final, cuando ves que no ha servido para nada, porque ya tiras la toallas porque no te queda otro remedio, miras atrás y maldices el tiempo invertido en ese proyecto, en esa relación, en “eso” a lo que dedicaste tanto y no sirvió de nada.

Supongo que, con el tiempo, acabas aceptando que sí, que hasta de esas negativas y esos proyectos frustrados aprendes cosas buenas. Que el próximo irá mejor, porque ya tienes la experiencia previa, pero también tienes más miedos. Porque sabes que por mucho tiempo que le dediques, por mucho esfuerzo, puede salir mal. Y no te queda otra que pararte, respirar, deshacer el camino andado o los hilos tejidos y volver a arrancar. Con fuerzas, ilusión pero con un punto de precaución que, hasta entonces, no tenías.

Creo que a eso se le llama madurar.

domingo, 25 de octubre de 2015

Cambio de hora

Son las seis y media de la tarde y ya es noche cerrada. Hace más de una hora que tengo las luces de casa encendidas.

Bienvenido cambio de hora, bienvenido horario de invierno.

Hoy es un día absurdo, los relojes de mi casa marcan hasta tres horas diferentes (mi televisor inteligente ha decidido retrasarse dos horas, como si, repentinamente, se hubiera mudado a las Canarias). Los relojes que se actualizan solos, ya lo han hecho. Los que no, languidecen con la antigua hora, resistiéndose a aceptar que hay que cambiarla. Ya.

Estos días, hay en marcha una petición para mantener el horario de verano en nuestras islas, no retrasar el reloj y que no se nos haga de noche a la hora de la merienda. No creo que sirva de mucho, aunque ya se han recogido más de 6000 firmas. Yo he firmado.

Hay quien dice que es una barbaridad, que no se puede hacer. Bueno, no sé, a mi no me parece tan descabellado. Somos un archipiélago, hay que coger un avión o un barco (o dos) para salir o entrar aquí. Como en las Canarias. Entendería que fuera diferente si estuviéramos en la península. Pero somos islas. Para lo bueno y para lo malo. Y estamos al este, muy al este.

Vivimos con una hora de diferencia con Galicia, media hora con Madrid. Aquí, hoy el sol ha salido a las siete de la mañana, en Madrid a las siete y media y en Galicia a las ocho. Entiendo que en la península este horario sea más o menos adecuado, pero lo de llegar a casa de noche del cole, cuando era pequeña, era muy triste. Igual que ahora, dentro de un par de semanas, cuando vaya a trabajar después de comer y vea el sol casi poniéndose, me dará un soponcio. Lo sé.

A mí lo que pide el cuerpo cuando es de noche es dormir. A mí lo que me pide el cuerpo cuando es de día es levantarme. No soy fan de madrugar (¡nada!) y en invierno me cuesta especialmente levantarme por el frío que hace, pero prefiero levantarme un poco antes de que salga el sol y salir de la oficina con algo de luz natural que irme por la mañana al trabajo con gafas de sol antes de las ocho de la mañana y largarme de la oficina siendo ya noche cerrada. Luego la gente se sorprende de que no quiera apuntarme a clase de swing a las diez de la noche ¡si ya hace más de cuatro horas que se ha puesto el sol! Yo a esas horas ya voy en pijama, o casi.

Recuerdo el tema horario especialmente duro cuando viví en Creta. Allí amanecía absurdamente pronto y oscurecía aún más absurdamente tarde. No llegué a pasar allí el invierno, pero recuerdo el cambio de hora como lo peor de mi experiencia. Pero incluso en verano, oscurecía tan pronto que parecía que alguien se había equivocado en esto de poner la hora.

A veces, desearía pasar de la sociedad y seguir el ritmo de mi cuerpo. Levantarme cuando sale el sol y acostarme cuando es de noche. Y pasar de todo. Simplemente.

Oye, igual lo hago.

En fin, me voy a hibernar, que ya me toca.

En la foto, el atardecer de ayer, a través de las cortinas.

lunes, 19 de octubre de 2015

"This is not a flowerpot" de Amy Schoeman

Compré este libro en Swakopmund, en uno de mis viajes a Namibia. Me llamó la atención el título, que creo que mal traduje como “No soy un florero”. Leyendo el libro, descubrí que realmente significaba “Esto no es un florero”, aunque no descarto que realmente significara las dos cosas. Quiero pensar que sí.

Según leí en la contraportada, era la historia de una chica que pasa de no tener claro qué quiere hacer con su vida a alguien que escoge la libertad personal y controlar su vida. Así que me imaginé que sería eso: alguien que decide tomar las riendas de su vida, cambiar, dejar de ser el florero del título y empezar una nueva vida. Y sí, bueno, es algo así, pero la protagonista tarda toda la novela en tomar esa decisión. Toda la novela. Enterita.

Lizelle, su protagonista es una chica sudafricana que, en un viaje a Europa, conoce a un tipo con el que al principio no congenia nada pero del que se acaba enamorando y con el que se acaba casando. En seguida, su relación entra en una espiral de abusos y malos tratos que pone los pelos de punta. Ella es una persona con la autoestima por los suelos, nunca ha tomado las riendas de su vida, ha estudiado lo que sus padres han querido y tiene una madre bastante insoportable, más preocupada del qué dirán que de la felicidad de su hija. La relación con su marido es, para mí, totalmente incomprensible, en todas y cada una de sus fases. Sí, entiendo que te puedas llegar a casar con alguien que no es lo que parecía, pero los intentos que hace ella por salvar su matrimonio con un maltratador me parecen terroríficos. Me acabé de leer el libro esperanzada de que sí, al final tomara las riendas de su vida (¡eso prometía la contraportada!), pero se me ha hecho muy largo y terrible. Y me ha costado mucho entender a Lizelle: por un lado aguantando todo el maltrato físico y psicológico con tal de no romper su matrimonio, pero por otro lado no tiene reparos en tener algunas relaciones extramatrimoniales, como si fuera lo más normal del mundo.

Lo más flipante es que, según la contraportada, es una historia “a veces chocante, a menudo divertida”. Totalmente en desacuerdo. No es divertida en absoluto. Una historia de una relación basada en los malos tratos y los abusos no tiene nada de divertida, pero nada. Y los intentos de humor que tiene son totalmente grotescos. De poner los pelos de punta.

No me ha gustado nada esta historia, no he podido sentirme identificada con su protagonista en ningún momento, no he podido entender cómo aguanta todo lo que aguanta y cómo no corta esa relación antes. Pero no es sólo que la historia sea dura (¿cómo lo va a ser una historia de malos tratos?) es que la venden como lo que no es. Y eso me cabrea.

domingo, 18 de octubre de 2015

La playa, en otoño

Me encanta el otoño. Es mi segunda estación favorita del año, por detrás de mi adorado verano. Me encanta la luz especial del otoño, el intento de volver a tener rutinas, poder dormir muy tapada pero sin pasar frío, la inestabilidad meteorológica, los cambios en la naturaleza, sus atardeceres de colores imposibles, los días de lluvia intensa, los días aún cálidos. Pero lo que más me gusta del otoño son los días inesperados de playa.

Me chifla la playa, en otoño.

En general, me cuesta entender por qué la gente deja de ir a la playa cuando aún hace buen tiempo. Me refiero, claro, a la gente que tiene la playa cerca. Los últimos tres domingos he ido a la playa y sólo había turistas, o prácticamente. Me sorprende lo mucho que nos quejamos (yo me quejo) en verano de no poder disfrutar totalmente de nuestra isla porque está llena de gente y luego, cuando las hordas de turistas ya se han ido, hacer nosotros lo mismo, desaparecer de la orilla del mar. Es algo que no entiendo ni nunca entenderé. Yo no lo hago. Yo voy a la playa hasta que puedo, todo lo que puedo.

Pero yo estaba hablando de lo mucho que me chifla la playa.

Me encanta la incertidumbre de no saber nunca si ese será el último baño de la temporada, la piel de gallina al entrar en el mar, la calidez de los rayos de sol sobre la piel, las playas casi vacías, ir en pantalón largo a la playa, comprobar compulsivamente el parte del tiempo y desear, cuando hay lluvia pronosticada, que falle. Y a veces falla. Me encanta cuando el parte falla así.

Hoy ha sido día de playa. Quizás ha sido el último de este otoño. Tal vez no. Quién sabe. El cielo era azul, azul brillante, apenas salpicado por alguna nubecita despistada. Soplaba algo de brisa, pero sin llegar a molestar. El agua estaba clara, transparente, como una piscina, un poco fría. La arena aún mojada de las lluvias de los últimos días. Había gente, más de lo que cabría esperar de una playa en otoño, pero la mayoría eran turistas silenciosos.

Había tanto silencio y tranquilidad en la playa que el ruido de las olas casi molestaba y todo. Sólo casi.

Las fotos, días de playa, en otoño.






martes, 13 de octubre de 2015

“Platoon” de (y con) Oliver Stone

Ya he hablado por aquí antes del maravilloso proyecto que es CineCiutat. En concreto hablé con motivo de una velada que organizaron con Joseph Fiennes. Y también cuando fui a ver teatro en inglés (ay, ¡tengo ganas de repetir!). Esta vez han organizado otra de esas veladas maravillosas: proyección de “Platoon” y coloquio con su director, Oliver Stone.

No había visto “Platoon” antes. Nunca. He visto algunas películas de Oliver Stone, pero no todas. Vamos, no puedo considerarme una súperfan suya, pero sentía mucha curiosidad por verlo y no quise perder la oportunidad. Eso sí, tuve que ver la película en primera fila, casi me dejo el cuello en la sala, pero eso también significó tener al señor Stone a metro y medio de mí, o así. ¡Si hasta le recogí el micro cuando se le cayó!

“Platoon” me gustó mucho. No soy nada, nada, nada fan de las películas de guerra, pero me encantó. Me gustó más que su “Nacido el 4 de Julio” que vi en su día en el cine. Aunque entonces era una jovencita y tal vez fui incapaz de entender toda la dimensión de aquella película. Supongo que todo el mundo conoce “Platoon” o al menos sabe que retrata la guerra de Vietnam sin romanticismos ni florituras. Es la historia de un joven soldado que llega a Vietnam sin saber realmente a lo que va. Y lo que se encuentra es la cruda realidad de una guerra: muerte y desesperación, demasiadas cosas sin sentido, enemigos que no son necesariamente los que inicialmente se pensaba, violencia inexplicable (¿hay alguna que no lo es?), angustia, dolor, luchas internas sin sentido. Me ha parecido una película trepidante, sus dos horas de metraje se me pasaron volando (y eso que, repito, no me gusta nada el cine bélico) y las interpretaciones me encantaron, las de todos. Qué jovencitos, oye. ¡Si hasta sale el propio Oliver Stone! Qué pena haber tardado tanto en descubrir esta película. No es una película que veré habitualmente (habla de una guerra, es muy dura), pero me encanta como está contada y sé que la volveré a ver. Además, me ha permitido descubrir (y enamorarme d)el “Adagio para cuerdas” de Samuel Barber.

Y después, apareció Oliver Stone. Fue una hora de charla muy interesante, en la que se habló tanto de su último libro “La historia silenciada de Estados Unidos” como de política ¡y hasta de cine! “Yo he venido aquí a hablar de cine”, se quejaba él cada vez que alguien le preguntaba sobre temas de actualidad o política. También habló de “Platoon”, claro, de cómo le sorprendió su éxito, de cómo decidió hacerla cuando vio que lo que se contaba de Vietnam no tenía nada que ver con lo que él había vivido, de las personas reales que conoció y cómo algunas de ellas se transformaron en los personajes de la historia. Me pareció un tipo con el que sería interesante hablar horas y horas. Habrá quien pensará que sus ideas rozan las teorías conspirativas (conspiranoicas las llamo yo), pero lo que está claro es que dice las cosas como las piensa, da su opinión claramente, sin miramientos y sabe argumentar sus opiniones. Un tipo muy interesante.







miércoles, 7 de octubre de 2015

Por qué me llevo los gorros de ducha de los hoteles

Sí, lo hago.

Yo me llevo los gorros de ducha de los hoteles.

No soy cleptómana de gorros ni aficionada a llevarme el resto de cachivaches que me encuentro en el baño de los hoteles a los que voy cuando viajo, pero los gorros de baño sí que me los llevo.

Empecé hace ya tiempo, cuando el Festival de Primavera era en el buque abuelo de la flota científica española por un motivo muy práctico: allí, las alcachofas de las duchas eran fijas y cuando te querías duchar un día sin lavarte el pelo, si lo hacías sin gorro de ducha, te convalidaban primero de contorsionismo. Así, los gorros de ducha de los hoteles eran mi salvación. No porque sea una rata y no quisiera comprármelos, sino porque nunca me acordaba de comprármelos pero cuando iba a un hotel y veía uno, me lo llevaba a casa. “Para el próximo festival de primavera”, pensaba.

Ahora hemos cambiado de barco y ya no los necesito para eso. La alcachofa no es fija. Pero tenía una cierta acumulación de gorros de ducha en casa (no exageremos, igual 3 ó 4) y no sabía muy bien qué hacer con ellos. Hasta que un día descubrí por internet un uso muy conveniente: guardar los zapatos cuando viajas. Sí, exactamente así:


Es maravilloso. El invento del siglo. Va estupendamente, porque colocas los zapatos perfectamente y no tienes que pelearte con las bolsas del súper que ocupan mucho más y al final siempre molestan.

No contenta con eso, recientemente he descubierto otro gran uso para los gorros de ducha: tapar platos y fuentes con alimentos, antes de meterlos en la nevera. Así:



Fascinante, maravilloso. Increíblemente práctico en su simpleza y practicidad.

Eso sí, yo recomiendo no utilizar el mismo gorro para ambos usos, pero ahí cada uno con sus cosas.

Como decimos por aquí, idó res [*].

                                  [*]