lunes, 21 de octubre de 2013

Etosha. Making of.

 El otro día hablé por aquí sobre Etosha. O mejor dicho, mostré por aquí algunas imágenes de la fascinante vida salvaje africana en Etosha.

Pero hay mucha historia más allá de las fotos. El making of. El cómo se hizo.

Todo empezó una mañana de viernes, a las seis de la mañana, con un coche cargado hasta los topes.


Saliendo de la ciudad al alba y recorriendo bastantes quilómetros, los primeros, entre una densa niebla.



Y después, el cielo se fue despejando, la temperatura subiendo y recorrimos quilómetros y quilómetros de paisaje con pocas variaciones: desierto, sabana. Y poco más. Ah, hacía mucho calor.

Algún pueblo por el camino. Incluso paramos a hacer las últimas compras en un súper junto a una iglesia que parece totalmente fuera de lugar, allí, en mitad de África.







Llegamos a primera hora de la tarde a Etosha, entrando por su entrada nororiental, con intención de dormir en Namutoni, uno de los tres campings en los que se puede pernoctar. Qué calor. Pero estaba lleno, así que atravesamos medio parque hasta llegar al segundo camping, Halali. Allí montamos el campamento base por una noche, rodeados de turistas mucho, mucho más equipados que nosotros, hicimos una hoguera y cenamos.



Ah, y cargamos los móviles. Que sí, que estábamos en mitad de África, pero también en pleno siglo XXI.


Después nos acercamos a la poza de agua, rodeados del sonido de las hienas. En ella nos encontramos con algunas hienas y cuatro rinocerontes. No sabemos muy bien qué pasó, pero intuimos que había una movida sentimental entre dos machos y una hembra. Un pequeño estaba por allí en medio, molestando más que nada. Las fotos nocturnas son malas, malísimas.



Tras un merecido descanso, nos levantamos al alba, para ir de nuevo a la poza y encontrarnos con esto:


Es decir, la nada, la nada más absoluta (bueno, un algunos otros pringados madrugadores como nosotros, claro). Pasó un rato hasta que llegaron algunas aves (las primeras, las gallinas de Guinea, simpatiquísimas).

Seguimos nuestro camino. Quilómetros y quilómetros de sabana, de pistas de tierra blanca, de polvillo que se te mete en la nariz, en las orejas, por todo. Quilómetros y quilómetros sin ver ni un solo animal. Eso también es Etosha.



A media mañana, casi deshidratados del calor, parada estratégica en el tercer camping, Okaukuejo. No había sitio para acampar. Tras lloriquear un rato, conseguimos un sitio. Y al final, lo compartimos con una pareja que tampoco tenía sitio. Comimos felizmente a la sombra, a los pies de su estanque, viendo un documental de La 2 en vivo y en directo. O qué monas las gacelas saltarinas. O qué monos los oryx. O qué monos los kudus. O qué monas las cebras. O qué simpático ese chacal dando por saco a todo el mundo. O qué monas las jirafas que llegan a lo lejos. O qué monos los elefantes que vienen por ahí. Al final, la naturaleza te supera y ves casi con normalidad tener un elefante a pocos metros dándose un baño con su trompa autónoma. Y de normal no tiene mucho. Al menos no en mi vida.

Hacía calor, mucho (¿lo había dicho ya?), así que un ratito en la piscina nos ayudó a refrescarnos y coger fuerzas para un paseo durante la tarde. Más quilómetros y quilómetros de polvo. Sabanas inmensas. Depresiones salinas. Y animales, sí, más animales.

Ni un león. Ni un guepardo. Ni un leopardo.

Pájaros y pájaros cuyos nombres ya no recuerdo.



De vuelta al camping, montaje de la tienda (de esas que se montan en tres segundos y se desmontan en tres horas), cena de lujo y un rato más junto a la charca.


Un rinoceronte. Jirafas. Un elefante. Oh. Un elefante solitario. Mala señal. Si van sólo es que son violentos y los han echado de la manada. O están locos. Y ahí está, el elefante, dando por saco al pobre rinoceronte, molestándolo. Y ese momento, con el elefante mirándonos, incapacitada total para tirar una foto que hubiera sido preciosa, con el elefante de cara. Terror absoluto. ¿Nos ve? ¿Nos va a atacar? ¿Es suficiente esta barrera protectora? ¡Si apenas tiene un metro de altura! Posición de “yo salgo corriendo si hace falta”. Al final, el elefante se pierde en la lejanía y nos vamos a dormir a nuestra tienda.



A la mañana siguiente, de nuevo madrugón al alba y de nuevo hacia la poza. Y nos encontramos esto.


La nada, la nada más absoluta. Y encima, la foto queda borrosa.

Un corto paseo matinal y dejamos Etosha atrás, de vuelta hacia la civilización, seiscientos y pico quilómetros de carretera, esquivando jabalíes verrugosos.



Y de vuelta a la ciudad, con la cámara llena de fotos y la retina saturada de imágenes increíbles.
Inolvidable.

No hay comentarios:

Publicar un comentario