martes, 3 de septiembre de 2013

A orillas del Mar Negro

Llevo poco más de dos días a orillas del Mar Negro y la única foto que he hecho es la que ilustra este post: una etiqueta de una botella de agua, curiosa cuanto menos.

Una vez comparé estas reuniones con los dementores: chupan lo mejor de ti y te dejan sin energía. Creo que eso hace que mi capacidad para hacer fotos, mi empatía hacia el mundo que me rodea, estén bajo mínimos.

Son extrañas, estas reuniones. Sobre todo si estás en un país que no conoces, en el que tienes la sensación de que los taxistas te timan y te cuentan mentiras (como que en esta ciudad viven un millón de habitantes, cuando no llegan al medio millón, o que es el segundo puerto europeo más importante, cuando en realidad es el cuarto), aunque te sientes mejor al ver que otros compañeros también son timados (como cuando un taxista le dijo a uno que no le daba un ticket del viaje “porque aquí no se lleva eso”).

Son extrañas, porque vives anécdotas curiosas, como que pidas pan con mermelada y mantequilla para desayunar y, además, te traigan platos y platos de quesos y embutidos variados, frutas y bollería. “El desayuno rumano es muy consistente, no podéis comer sólo eso, ¡¡venga, comed!!”, te dice la señora del hotel, como si fuera tu madre.

Son extrañas porque aunque quieres conocer más del lugar, comer sus platos típicos, la primera noche cenas en un italiano y la segunda en un japonés, porque es todo lo que hay a una distancia razonable de tu hotel, MacDonald’s aparte y tampoco quieres alejarte mucho más, porque te han dicho que “no es muy seguro ir por la calle de noche”.

Son extrañas, porque lo mejor que pasa en ellas es lo que pasa al final del día, cuando acaban: cervezas con los colegas, cenas agradables y charlas entre risas.

Son extrañas porque, aunque estés a miles de quilómetros de tu vida, hay cosas que vuelven una y otra vez, recuerdos que reaparecen aunque no quieras y gente a la que apenas conoces que te pregunta por gente a la que estás intentando olvidar.

Y así, pasas horas y horas encerrado en una sala discutiendo, proponiendo, hablando y opinando sobre temas que, a veces, te vienen grandes y son importantes, pero son también difíciles y complejos y encima en un idioma que no es el tuyo.

Y así, pasan los días, matando mosquitos por la noche en la habitación y vigilando que las bombillas del baño del hotel no se fundan, otra vez. Que ya me duché el primer día a la luz del móvil y no me apetece repetir.

Sed felices.

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