miércoles, 31 de julio de 2013

Milán

Hace tiempo que opino que viajar en verano es una locura, sobre todo a ciudades. No le veo ninguna gracia visitar ciudades en pleno verano: hordas de turistas por todas partes y calor insoportable son dos buenos motivos para cambiar de idea. Pero era la tercera vez que viajaba por trabajo al aeropuerto de Milán (la segunda este año), para volver al monasterio y su jardín de gingkos, así que ya hacía tiempo que estaba decidida a pasar el fin de semana anterior en esta ciudad del norte de Italia. Y lo que en principio iba a ser un fin de semana de turismo milanés en soledad se convirtió en un fin de semana con amigos cuando 5 impresentables amigos decidieron acompañarme. Admito que estoy muy, muy acostumbrada a viajar sola, pero también admito que es mucho mejor hacerlo acompañada.

Milán no es una ciudad que me entusiasmara especialmente. Sí, el Duomo es una pasada, vale la pena subir a su terraza y hasta taparse los hombros para entrar en su interior (aunque sólo sea para echarle un vistazo de cerca a los militares macizos que custodian la puerta). Para ir de compras también debe ser alucinante, aunque esa parte no la exploramos. Pero no es una ciudad a la que volvería siempre (como sí son otros lugares que he visitado). De Milán no me gustó el calor y el exceso de gente (pero eso ya lo tenía asumido, así que no puedo quejarme), los mosquitos y que tiene todos los inconvenientes de una gran ciudad. Me defraudó La Scala, pero porque no entré dentro, claro. De Milán me gustó la comida, el Duomo, sus maravillosos parques y un impresionante cementerio monumental que se merece una entrada por sí mismo.

Nos perdimos muchas cosas: no visitamos museos, ni siquiera “La Última Cena” de Da Vinci. Pero estuvimos muy poco tiempo. Además, está bien no verlo todo de una sola vez: así se deja abierta la posibilidad de volver en un futuro.














domingo, 28 de julio de 2013

Esta semana

Ésta no ha sido una buena semana.

Iba a escribir que ésta había sido una semana horrible, pero creo que las cosas siempre pueden ser peor, mucho peor, así que lo dejaremos en que ésta no ha sido una buena semana.

Esta semana han pasado muchas cosas malas, ha muerto mucha gente en situaciones terribles, han ardido (están ardiendo) muchas hectáreas. Esta semana han pasado cosas sobre las que no puedo escribir, en un futuro tal vez, probablemente tampoco, pero ahora no, no puedo. Pensaba que podría escribirlo y no compartirlo, pero he descubierto que no, que no puedo ni tan siquiera escribirlo. Y lo que es peor, son cosas de las que tampoco puedo hablar. Lo he intentado, lo necesito, pero no puedo, no soy capaz. Esta semana han pasado cosas que me han bloqueado, mucho, probablemente más de lo que debiera, que han absorbido mis ánimos y mi energía. Esta semana han pasado cosas que me han hecho pensar mucho, podríamos llamar reflexionar, pero yo diría que ha sido más comerme la cabeza.

Y llega el fin de semana y piensas: “Es mi momento. Voy a pasar de todo, voy a concentrarme en cosas que me gustan, que disfruto, para acabar la semana con una sonrisa, aunque sea minúscula”. Amigos, playa, más amigos, familia, más playa, más amigos… Y te das cuenta que ni eso basta. En la playa, enormes medusas te recuerdan que es imposible planear nada, que aunque el mar esté precioso y a la temperatura perfecta, no puedes controlar cuándo hay o no medusas y si te picarán o no. Mientras un señor saca algunas de ellas te preguntas si, ya que somos nosotros los que invadimos su hogar, si no deberíamos ser nosotros los sacados del mar. En casa, oyes aviones y helicópteros sobrevolando ininterrumpidamente la ciudad, hacia el mar o de vuelta de él, recogiendo agua para intentar apagar un incendio aún sin control. Y saliendo de la ciudad, al atardecer, una enorme nube rosada sobre la sierra del norte de la isla no es una nube, es humo, humo rojizo, de rojo fuego. Y de vuelta a casa sólo quieres que esta semana acabe ya, pero ya. Y mientras conduces intentas identificar qué es de todo lo que has vivido o sentido o descubierto o comprendido o aceptado o sufrido, qué es de todo eso que ha pasado últimamente lo que te provoca esta impotencia, esta frustración, esta melancolía, esta tristeza absurda, extraña y ya más que infinita, lo que te hace dormir mal desde hace varios días, lo que te hace sentir más insignificante que nunca. Y no eres capaz, claro que no. Porque han pasado demasiadas cosas malas esta semana. Y porque has pensado demasiado esta semana.

Y piensas: “Ya está, ya ha acabado, vamos a empezar de cero, mañana es lunes, vamos a seguir adelante”. Y eso es así, claro que es así, pero te preguntas de dónde vas a sacar fuerzas para levantarte mañana e ir a trabajar. Porque las sacarás, claro, e irás, claro, pero lo que realmente quieres es cerrar los ojos, dormir sin sueños y sin pensamientos y dejarte llevar.

En la foto, hidroavión de camino al mar, esta tarde, en plena lucha contra el fuego. Mañana seguirán.

miércoles, 24 de julio de 2013

“De la ceniza volverás” de Ray Bradbury

Antes que éste, había leído algunos libros de Ray Bradbury, “Fahrenheit 451” y “Crónicas marcianas”, creo que ninguno más. Son dos libros que sé que me gustaron, pero que tendré que releer en algún momento, porque no los recuerdo mucho, sobre todo el segundo, que creo que hace más de 10 años que leí.

“De la ceniza volverás” es una recopilación de relatos en torno a una casa misteriosa, a una familia muy especial, cuyos habitantes tienen muchos, muchos años, excepto el pequeño Timothy, el único habitante que es diferente, que sabe que envejecerá y morirá. Como novela a ratos me ha parecido un poco inconexa, pero después descubrí que son varias historias independientes recopiladas y, a pesar de eso, sí que tienen cierta línea argumental. Es un libro corto, sencillo, agradable, con ese punto de fantasía e irrealidad que a mí personalmente me gusta mucho, combinado perfectamente con las inquietudes más mundanas y humanas: el amor, el miedo a la soledad, a la muerte.

Un libro chulo. Tengo que leer más de Bradbury. Seguro.

martes, 23 de julio de 2013

Desde Sète

Playa. Cervezas. Puesta de sol. Amigos.

No se me ocurre mejor manera de acabar un largo día de trabajo.

Sed felices.

La foto, hace un rato, aquí, desde Sète.



viernes, 19 de julio de 2013

“La fortaleza digital” de Dan Brown

Me gusta leer novelas de Dan Brown. Me suelen divertir bastante, son entretenidas y compañeras ligeras para viajes o jornadas playeras, aunque a veces pienso que estoy perdiendo el tiempo con ellas. Me leí en su día “El código da Vinci” y también leí “Ángeles y demonios”. Ahora he leído “La fortaleza digital”, la historia de una criptógrafa que trabaja para una agencia secreta de Estados Unidos, encargada de controlar y descifrar códigos. Su vida se complica cuando su jefe se encuentra con un código imposible de descifrar a la vez que su prometido viaja hasta Sevilla para intentar hallar la clave que solucione el problema.

Creo que de los libros de Dan Brown que me he leído es el que menos me ha gustado. Luego he descubierto que fue el primero que escribió, así que se lo (medio) perdono. Es curioso, porque el espionaje más o menos legal o más o menos admitido por los gobiernos es un tema de bastante actualidad, así que supongo que tendría que haberme gustado más el libro o al menos plantearme ciertas preguntas sobre la legitimidad de las escuchas o sobre la ética del control al que (supongo) nos tienen sometidos, pero la verdad es que no ha sido así. Unos personajes están totalmente a favor del llamémosle espionaje a los ciudadanos de a pie, otros en contra. Curiosamente, los primeros eran los buenos, los segundos los malos. Bueno, más o menos. En cualquier caso, a mí que me espíen, lean mis correos o escuchen mis llamadas telefónicas me importa bastante poco, la verdad. No sé si está bien o mal (he decidido no perder el tiempo reflexionando sobre esto), pero creo que hay cosas mucho más chungas que nuestros gobernantes hacen que leer nuestros correos, la verdad. Y más importantes.

Una cosa que no me ha gustado nada del libro es cómo sale reflejada España, en concreto Sevilla. Aparte de algunos errores (de ubicación y de precisión), España aparece como un país tercermundista, lleno de cosas horribles y chungas, gente corrupta, prostitución a mansalva y unas condiciones sanitarias terroríficas. Que sí, que no estamos tampoco muy bien, pero lo que aparece en el libro es casi indecente.

jueves, 18 de julio de 2013

Paz

Admito que he despotricado bastante contra el monasterio en el que estoy en estos días. Que en realidad no es un monasterio, pero lo ha sido. O sí que lo es, no me entero yo bien. Pero el hecho es éste: siempre he despotricado bastante contra este sitio. Está lejos de todo, aislado del mundo, en las habitaciones en vez de tele tenemos una biblia, la comida no es especialmente deliciosa, no hay sitios cercanos a los que pasear y sólo dos restaurantes a una distancia prudente a pie a los que ir. Y ahora me sorprendo a mí misma pensado que me gustar estar aquí. No sólo me gusta: me encanta.

Tal vez es porque esta visita es la más corta de las que he hecho (sólo 4 noches en comparación con las 6 que fueron las visitas anteriores). O que las anteriores visitas fueron en invierno, hacía frío y oscurecía enseguida. O que he visto el jardín más magnífico que nunca, con todo su esplendor. O que he descubierto un banco maravilloso en el que relajarme por las tardes a la sombra de los ginkgos. O porque la comida no es tan insípida como la recordaba. O porque los tres días antes de venir aquí estuve viajando con cinco impresentables amigos por ciudades abarrotadas de gente y sufriendo las altas temperaturas. O porque mi habitación es más confortable que otras veces y tiene vistas al lago Maggiore. La cuestión es que estoy encantada de la vida, disfrutando de estos días en el monasterio.

No puedo decir que son días de relax, porque no lo son: empezamos a trabajar a las 8:30 y no acabamos hasta las 18 o 19. Luego tampoco no da tiempo de mucho más: un paseo rápido por el jardín, unos minutos en el banco a la sombra de los ginkgos, una cena con los colegas y de retiro a nuestros aposentos. Pero estos días siento una relajación, una paz interior, una tranquilidad que hacía mucho, mucho que no sentía. No sé si tiene que ver con el lugar, con la gente que me rodea, con el trabajo continuo pero no demasiado agobiante. O tal vez sea que es verano, o que me siento bien, tranquila. O que me hago mayor y me resbala todo. O que, simplemente, he decidido no tomarme la vida demasiado en serio e ir tomando las cosas (buenas y malas) tal y como llega. La cuestión es ésta: estos días estoy (he estado) en un estado de paz interior que hace mucho que no disfrutaba. A pesar de los mosquitos estar aquí estos días me ha cargado las pilas, mucho más de lo que quería. No he pensado en cosas que no debía pensar, no me he agobiado de cosas que tengo pendientes, no me he preocupado por lo bueno o lo malo que vendrá. O sí, tal vez sí que todo eso ha pasado por mi cabeza, pero lo he sabido descartar a tiempo. Y sólo he estado aquí, ahora. Sólo he disfrutado del aquí, del ahora. Unos minutos de música mientras trabajaba. Unos albaricoques para comer. Unas risas con los colegas. Leer un par de páginas mientras me lavo los dientes después de comer. Una cerveza fresquita tras un día de calor y trabajo. Una barbacoa con vistas al lago Maggiore. Un paseo hasta el pueblo cercano a una tienda que descubrí en mi última visita. Tal vez tonterías, tal vez minucias, tal vez los pequeños placeres que hacen que esto, la vida, sea algo maravilloso.

Y ahora, con las maletas ya hechas y a 24 horas de llegar a casa, sólo espero que esta tranquilidad, esta absurda paz interior me dure más allá del aquí y el ahora, más allá de este tiempo y de este espacio.

Sed felices.

En la foto, un gato disfrutando de la paz de los jardines de este monasterio casi tanto como yo. O diría que mucho más.

lunes, 15 de julio de 2013

De vuelta

Estoy de vuelta.

De vuelta al mundo real.

De vuelta de tres días haciendo de turista y desconectada del mundo.

De vuelta al monasterio.

Es la primera vez que vengo al monasterio y no hace frío. Al contrario: hace mucho calor. Es la primera vez que vengo fuera de los meses invernales, así que también es la primera vez que veo a los padres de mis ginkgos en todo su esplendor, con sus preciosas hojas. Así que esta tarde, en cuanto he tenido un ratito libre, me he escapado al jardín que hay en la parte trasera del monasterio, para ver a los padres de mis ginkgos.

Y he descubierto varias cosas.

La primera es que de todos los árboles sin hojas que veía en los meses de invierno, seis y sólo seis son ginkgos.

La segunda es que no sé cuál de ellos es el padre de mis ginkgos. O cuáles. Pero sí cuál es la madre (ya lo dicen, madre no hay más que una…): en un vistazo rápido de los árboles, me he dado cuenta de que sólo uno de ellos es hembra [*].

La tercera es que hay algunos pequeños ginkgos creciendo junto al camino, a los pies de los seis grandes (muy grandes) ginkgos. Y se me está ocurriendo una maldad…

La cuarta es que hay un banco maravillosamente situado justo debajo de los árboles. Y allí me he tumbado a contemplar la altura de los árboles y sus copas cargadas de hojas, con música en los oídos y disfrutando de unos momentos de soledad y relax.

La quinta es que aquí, en Barza d’Ispra, a mitad de julio aún hay gramíneas en flor, así que me esperan cuatro días más de estornudos y picores. Y también hay mosquitos.

En la foto, los padres de mis ginkgos. Haré más. Fotos digo. Y ginkgos tal vez.

[*] Escueta lección de Botánica: Los Ginkgo biloba son árboles dioicos: es decir, los sexos están separados en distintos ejemplares y, por tanto, hay árboles macho y árboles hembra. En otras especies, puede haber flores macho y hembra en el mismo ejemplar y en otras puede haber flores con órganos masculinos y femeninos.












jueves, 11 de julio de 2013

Con música

Ya expliqué el otro día que en mis días de mar he vivido prácticamente sin libros. En cambio, la música ha estado muy presente todos los días: por las noches, cada día, me ponía el iPod shuffle (se llama Blauet) en modo aleatorio y escuchaba música hasta que me casi-dormía. Eso sí, si aparecía alguna canción de “Les Miserables”, abría los ojos inmediatamente y no me ponía a cantar a grito pelado por los pelos. Hay varias canciones que me entusiasman, entre ellas “ABC Café/Black and White” o "One Day More":


Además de mi música para dormir (o no), durante el día escuchar música en el puente era algo aunque no frecuente, tampoco extraño. Un día, por ejemplo, celebramos la mañana de la música gallega (toda la tripulación era gallega, era domingo y tocaba pulpo para comer): grupos varios en modo aleatorio, cortesía del Capitán. Además de canciones y grupos que ya conocía (como Carlos Núñez o Luar na Lubre) descubrí a un gaitero del que no había oído hablar: Xosé Manuel Budiño. Me encantó, me apunté el nombre y dejo aquí una canción suya, aunque el video tiene unos cuantos (bastantes) años. Pero me encanta.



Pero la música gallega no es la favorita del Capitán, eso ya lo sabía de años anteriores, en los que ya habíamos compartido puente. Él adora el heavy. Yo no sé nada de heavy, así que él, junto a un compañero también heavy, decidieron que la mejor manera de introducirme al mundillo era con una canción que incluyera gaitas (por eso de que soy gaitera), así que me pusieron el “It’s a Long Way to the Top (If You Wanna Rock’n’Roll” de AC/DC. No soy yo muy de heavy, pero admito que el sonido de las gaitas le viene genial a la música.


Y un día, subiendo por la tarde al puente, me encontré al primer oficial tarareando una canción que me sonaba, pero no sabía cuál era. “¿Qué tarareas?”, le pregunté. “Ni idea”, contestó, “una canción cualquiera”. Aún estuve varias horas dándole vueltas al tema hasta recordar que la canción que tarareaba era “Norwegian Wood (This Bird Has Flown)” de The Beatles, canción que descubrí leyendo el libro de Haruki Murakami.



Estilos varios, un poco de todo en esos días de mar. Con música.

miércoles, 10 de julio de 2013

Albonquetas

El otro día, en casa de mis padres:

- Nisi, ¡no sabes lo que me ha pasado!


- ¿Qué te ha pasado, papá?

- Tenía carne picada e iba a ponerme a hacer albóndigas. Me he puesto a cocinar y cuando me he dado cuenta ¡¡estaba preparando croquetas!!

- Y, ¿qué has hecho?

- Pues nada, con la pasta para croquetas que he hecho, he preparado unas albóndigas.

Y así fue como surgieron las albonquetas.

Esta noche las pruebo.

Y como no se me ocurre qué poner como foto en esta entrada ¡se queda sin foto!

Post Scriptum: Flipo. He puesto “albonquetas” en google y me han salido 9 entradas. Pero no pienso decirle a mi padre que él no es su inventor.

martes, 9 de julio de 2013

En el fondo del mar

Hace ya unos cuantos años, me embarcaba algunos días al mes en barcos arrastreros de varios puertos de Mallorca. Era un trabajo duro pero muy interesante, parte de un proyecto muy chulo en el que estuve trabajando y cuyos datos, con el tiempo, también formaron parte de mi tesis doctoral. De aquella época, guardo recuerdos muy buenos y bastantes contactos con gente del sector. Con los años, mi trabajo se ha vuelto mucho más teórico y técnico: más horas de ordenador y reuniones y menos horas de mar. Por eso, los días de mar son todo un regalo y, cuando estamos trabajando y veo alguno de los barcos en los que estuve o que conocía de verlos por los puertos, me emociono, al menos un poquito.

En aquella época, un arrastrero de la isla se hundió. Colisionó contra un velero que navegaba sin luces (y yo diría sin mucho control) al poco de salir de puerto (y hoy es un pecio frecuentado por submarinistas). No hubo daños personales, pero a mí me impactó bastante: estar en el mar, en un barco de apenas 20 metros de eslora, en mitad de ninguna parte, da mucho respeto. Yo salía en barcos como aquel cada cierto tiempo (en ese en concreto no) y estar o no a bordo si ocurría algo así era una cuestión de lotería.

Ayer, casi 10 años después de aquel día, se hundió otro pesquero de la isla. De nuevo no hay que lamentar daños personales, pero cuando he oído la noticia me ha hecho recordar, una vez más, el respeto infinito que le tengo, que debemos tenerle al mar. Hace poco más de una semana, la última tarde de campaña estábamos nosotros al garete junto a la isla de Dragonera. Desde nuestra privilegiada situación veíamos a los arrastreros del puerto de Andratx dirigirse a su destino, después de una jornada de trabajo. Me entretuve haciendo fotos y tratando de identificar alguno de los barcos en los que me embarqué hace ya tantos años. Allí, en ese misma zona, se hundió uno de esos barcos. Igual es una chorrada, pero cosas así me siguen poniendo la piel de gallina.

En la foto, arrastreros dirigiéndose al puerto de Andratx, hace poco más de una semana, con la Dragonera al fondo.Uno de ellos descansa en el fondo del mar, en esa misma zona.

lunes, 8 de julio de 2013

Dos documentales


 No soy yo muy de documentales. No soy de esa gente que se declara abiertamente fan de los documentales de La 2, porque no lo soy. Sí que hay cosas que me interesan y de vez en cuando me trago algún documental sobre cualquier tema, en general sobre naturaleza (deformación profesional), aunque alguna vez me engancho con otros asuntos, la situación de Corea del Norte, la teórica ubicación de la Atlántida, algo de historia, qué se yo. A veces no es tanto el tema como cómo se cuenta, cómo te engancha y cómo te dan ganas de saber más sobre algo que ni siquiera te habías planteado que existía.

Cuando volví de mi último viaje a Namibia, un compañero de trabajo me habló de un amigo suyo, creo que ya fallecido, que había viajado a ese país para fotografiar una de esas curiosidades sorprendentes de la naturaleza: leones paseando por la playa. Me estuvo contando cosas de esos animales y después estuve investigando un poco más por internet y así descubrí la interesante historia de los leones del desierto del Namib. Interesante en muchos aspectos: visualmente por lo sorprendentes que me parecen las imágenes de leones paseando por dunas o acercándose al mar; ecológicamente porque esta población es un remanente de una población mucho más amplia que vivía en el desierto de la Costa de los Esqueletos, hasta que fueron casi exterminados por el hombre; científicamente porque es una población única en el mundo, por lo que su estudio es francamente alucinante; socialmente, por las implicaciones que puede tener para los habitantes de la zona tener leones paseando cerca de sus casas. Me impresionó descubrir que estos leones se encuentran a apenas unos cientos de quilómetros de Cape Cross, donde estuve visitando la colonia de leones marinos. Yo volví del desierto del Namib con la idea de que allí sólo habitan criaturas diminutas (si hay micro-agua, habrá micro-elefantes). Y no. Hay leones en el desierto. Y lo mejor es que están siendo ampliamente estudiados, como se puede ver en esta (muy recomendable) página web. Y buscando y buscando información, encontré un interesantísimo documental de la BBC llamado precisamente “Desert lions” (“Leones del desierto”) y que se puede ver en internet, tanto en inglés como en castellano. Muy, muy recomendable.

Y, pasando del desierto al mar, por fin he visto un documental del que había oído hablar en su día cuando se rodó y que me pasaron durante la primera ronda en el mar este año. Es un documental de National Geographic, “Historias del mar: protegiendo los océanos”, rodado en 2010 a bordo de 2 buques de investigación oceanográfica de la Secretaría del Mar, el Miguel Oliver (en el que estuve en esa primera ronda en el mar) y el Vizconde de Eza en el que hice dos campañas en Argelia, hace ya 10 años. También aparece la sede de nuestro Instituto en Vigo. Es un documental que muestra la toma de muestras en el mar durante dos campañas de investigación diferentes: una de geología y una de pesca. Me ha gustado mucho por varios motivos, incluyendo ver a mucha gente conocida en ellos (científicos, oficiales y marineros) y ver una explicación muy buena del trabajo que realizamos. Eso sí, alguna simplificación me ha chirriado, como oír que el Vizconde de Eza ha estado “trabajando desde 2001 por todo el Atlántico” cuando ambos buques han trabajado también en el Mediterráneo. Me ha gustado también ver el punto de vista de un fotógrafo del National Geographic Tino Soriano del trabajo científico en el mar, una visión de alguien externo a este mundillo. En un momento dice “El trabajo científico no está valorado como se merecería. Un científico es una persona que se embarca, que se pasa muchísimos días sin estar con los suyos, solamente haciendo un trabajo ciego que no se ve, que finalmente se transmite en números, en cifras, en estadística. Es recoger material, la parte más dura del trabajo, para que luego sea procesado en tierra con medios mucho más sofisticados. Es levantarse al amanecer y acabar a veces a la medianoche. Es un trabajo sordo, repetitivo, muy pesado y además absolutamente ciego para la sociedad”. Me ha encantado. Y al final del documental, cuando hace recuento de lo que se ha hecho históricamente en esas dos series de campañas, dice “… y a pesar de esos números, miro el mar y pienso en todo lo que queda por hacer”. Cierto. Queda mucho, mucho por hacer. Podéis ver el documental aquí, algunas de las fotos de Tino Soriano a bordo aquí y una entrevista suya aquí.

viernes, 5 de julio de 2013

Sin libros

He estado un mes prácticamente sin leer. Cuando estoy en un barco trabajando, no puedo leer. No recuerdo si lo hacía al principio, cuando mis responsabilidades eran menos que las actuales, porque por aquel entonces tampoco tenía mucho tiempo libre a bordo. Supongo que entonces sí que leía. Ahora no, y mira que lo intento.

Hace años coincidí a una chica que me dijo que cuando iba de jefa de campaña, leía muchísimo. Yo le dije que no tenía tiempo para leer, a lo que respondió “¿Y qué haces todo el tiempo en el puente?”.

En el puente en concreto y en el mar en general, un día normal para mí es algo así:

Me levanto entre las seis y media y siete menos cuarto, salgo al pasillo desierto a esas horas y subo al puente sobre las siete. El primer día, el oficial de guardia me dice “Oye, ¡que queda una hora para empezar a trabajar!”. “Lo sé”, suelo contestar yo simplemente. Luego ya se acostumbran a verme aparecer a esas horas. Una vez en puente, enciendo el ordenador (u ordenadores), converso con el oficial y el timonel de guardia, compruebo que estamos ya cerca del punto de muestreo y les pregunto (y observo yo) si hay boyas o barcos en la zona que nos impidan trabajar. Arranco varios programas: uno de navegación en el que compruebo que funciona el GPS (el día antes de empezar, todo funciona; el primer día, no funciona nada; pero al final, todo sale bien, todo), otro de recepción de datos con las características de la red y una hoja de cálculo en la que anoto las posiciones. Luego preparo los papeles que necesitaré para el día: los estadillos de puente en los que iré apuntando (en lápiz, en el mar sólo se usan lápices) cada cinco minutos la situación del barco durante los muestreos, así como la hora, profundidad y características del arte. Si estamos cerca de costa y hay cobertura de Internet, incluso me da tiempo a echar un rápido vistazo al correo del trabajo.

La siguiente media hora la paso fuera del puente: suelo bajar a popa a revisar la red, ver que todo está correcto, comprobar qué sensores quedan por colocar, saludar a marineros y demás miembros de la tripulación que me encuentro e intercambiar impresiones con ellos. A esa hora, el personal científico suele dormir aunque los más madrugadores empiezan a dar señales de vida. A las 7:30 en punto entro en el comedor, a desayunar rápidamente, mientras vigilo si aparece el compañero responsable de los sensores y voy con él a la red a ayudarle a colocarlos (si me deja). Eso sí, los días que empezamos a trabajar antes, me salto el desayuno: los horarios de comidas son muy estrictos a bordo. A las 7:45 vuelvo al puente y aparece el capitán, intercambiamos saludos y nos preparamos para empezar el día.

Entre las 8 y las 17-18 la rutina es muy similar: vamos al punto de muestreo, cuando largamos la red salgo a la cubierta a comprobar que sale de manera adecuada (no se cierra, no se lía) y luego, con los sensores, comprobamos que las puertas no se lían (dos veces nos ha pasado en la última campaña) y que el arte llega al fondo. Antes de que salgan las puertas, le digo al capitán los metros de cable que hay que largar. Apunto la información en los momentos de largado, puertas al agua, firmes e inicio pesca, así como cada cinco minutos durante los 20, 30 ó 60 minutos que dura el muestreo (dependiendo de la profundidad). Pero no sólo es apuntar. Es comprobar que el arte trabaja bien, que sigue sin haber boyas o barcos, que no nos salimos de las zonas que tenemos que muestrear y que la velocidad es la adecuada. Y si algo falla, tomar las decisiones correspondientes: virar antes de hora, dar un muestreo por nulo, repetirlo, escoger un nuevo punto de trabajo. Y, a la vez, ir pensando en los demás muestreos del día: planificando horarios de trabajo y tiempos de navegación. Paramos a comer a las 11 o a las 12, según nos cuadre el trabajo. Cuando acaba cada muestreo, bajo a popa, casco en la cabeza, a ver que todo va bien, comprobar las capturas, hacerles una foto, anotar las características en la pizarra del laboratorio (número de lance, profundidad, sector, estrato y validez) y ver qué tal les va el trabajo de muestreo al resto de personal científico.

Por la tarde, después del último muestreo y mientras mis compañeros siguen procesando las muestras, preparo con el Capitán el trabajo del día siguiente: decidimos los muestreos que haremos, a partir de propuestas mías. Cuando el plan del día siguiente queda decidido, repaso el papeleo de todo el día, informatizo la información, chequeo el correo y el parte del tiempo de los próximos días, que, si es malo, puede modificar los planes. A veces hay muestreos extras: por ejemplo, patines supra y epibentónicos o dragas, que alargan más las horas en el puente. Ceno a las 20 y después de las cena hago alguna llamada, sigo con papeles y planificaciones en el puente o en mi camarote (mi “camerino”) o acabamos algunos muestreos que han quedado pendientes. Si aún hay trabajo de muestreo, bajo a ayudar, aunque en general, este año, casi no ha hecho falta. Cuando por fin doy mi trabajo por listo, paseo por el barco a charlar con el personal científico que ya descansa, juega a cartas, mira la tele o se toma algo. Sobre las 23 o 23:30 me retiro al camarote a dormir.

Entonces podría leer.

Pero no lo hago.

Porque mi cabeza sigue pensando en muestreos, planificaciones, partes del tiempo y posibles problemas con personal y tripulación, además del trabajo de tierra que siempre está ahí. Así que me doy una ducha y me meto en la cama, con música para amortiguar los ruidos del barco y los ruidos de mi cabeza, hasta que noto que mi cerebro desconecta, paro la música y me duermo con ese descanso profundo y sin apenas sueños que suelo tener en los barcos.

Eso es lo que hago, en los barcos. Y por eso no puedo leer. Porque durante el día es imposible. Y por la noche… por la noche lo único que quiero es desconectar el cerebro y descansar. Porque al día siguiente, en menos de 8 horas, todo empieza de nuevo. Y así durante muchos días seguidos, sin descanso, sin fines de semana, sin momentos libres.

Sin libros.

En la foto, pasillos desiertos en la cubierta de camarotes de científicos, en el buque de investigación oceanográfica Cornide de Saavedra, hace ya unos días.

martes, 2 de julio de 2013

A veces

A veces pienso que hubiera preferido que no me contara algunas cosas, que no compartiera conmigo momentos pasados, personales o importantes, que no hubiéramos llegado a ese nivel de confianza. Porque ahora tengo recuerdos que no son míos, tengo imágenes que no me corresponden y que casi (casi) preferiría no conocer. A veces incluso pienso que hubiera sido mejor no haberle conocido, que no se hubiera cruzado en mi camino, que no lo hubiera convertido en alguien imprescindible en mi vida porque al final he tenido que acabar prescindiendo de él. Pero luego me digo a mí misma que no, que tengo que quedarme con lo bueno y trato de pensar en lo bueno. Y recuerdo algunas cosas con una sonrisa, como una noche extraña en un pequeño pueblo costero del norte, un abrazo sincero o unos días recorriendo carreteras desconocidas. Y ya está. No recuerdo nada más. Todo lo demás que recuerdo me hace daño o me pone triste.

En estas cosas absurdas pensaba yo el otro día en la popa de un barco, viendo subir el arte, con viento del norte, mar de fondo de 3 metros y un balanceo impresionante. A veces me pongo a pensar en las cosas más extrañas en los momentos más extraños.

En la foto, vistas del arte experimental desde la popa del barco, en un día en el que obviamente no teníamos olas de 3 metros. Ni balanceo.